El coche se detuvo frente a una casa apartada, grande, silenciosa, rodeada por un muro alto y un portón de hierro que chirrió al abrirse. Valeria sintió que el aire se le atascaba en los pulmones. No conocía ese lugar, pero algo en la oscuridad que lo envolvía le resultó familiar: el mismo tipo de prisión disfrazada de lujo que Alexandre siempre usaba para controlar todo lo que tocaba.
El vecino bajó del coche y abrió la puerta trasera. No la miró. Parecía avergonzado, como si quisiera desaparecer. Alexandre descendió primero, con su porte imponente y ese aire de triunfo que hacía hervir la sangre de Valeria. Luego tiró de su brazo, obligándola a salir.
—Vamos —ordenó con voz seca.
Valeria tropezó al bajar, el frío del pavimento atravesándole los pies.
—Por favor, Alexandre, no hagas esto. No tienes derecho.
—Tengo todo el derecho —replicó él, mirándola por encima del hombro—. Y cuanto antes lo aceptes, menos sufrirás.
La arrastró hacia la entrada principal. Las luces se encendieron a