El mar rugía contra las rocas como si quisiera advertirles que nada sería fácil. El amanecer había quedado atrás, y la calma que habían sentido unas horas antes comenzaba a disiparse. Gabriel cerró el portón de la cabaña con una cadena oxidada, comprobando que estuviera bien asegurado. Valeria lo observaba desde la puerta, envuelta en una manta y con la mirada perdida.
Habían pasado solo unas horas desde la llamada, pero el miedo ya había vuelto a instalarse entre ellos como una sombra invisible.
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos antes de que nos encuentre? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—No lo sé —respondió él, dejando el candado en su lugar—. Pero no será mucho. Alexandre no es de los que se rinden fácilmente.
Valeria se abrazó a sí misma.
—Entonces… ¿qué hacemos? ¿Seguimos huyendo hasta cuándo?
Gabriel la miró en silencio. Luego caminó hacia ella y le levantó el mentón con suavidad.
—No. Esta vez no vamos a huir.
—¿Y cómo piensas detener a alguien como él? Tiene dinero, contac