El agua estaba helada.
Tan fría que quemaba.
Valeria sintió cómo la corriente la golpeaba por todos lados mientras abrazaba al niño con todas sus fuerzas.
Sus piernas chocaban contra piedras ocultas.
El agua entraba por su nariz, su boca.
Cada vez que intentaba sacar la cabeza para respirar… otra ola la hundía.
—¡MAMÁ! —gritó el niño, aferrándose a su cuello.
—Tranquilo… tranquilo… —apenas pudo decir.
Pero no tenía control.
El río la arrastraba sin piedad, como si quisiera tragarla por completo.
El rugido del agua lo cubría todo.
No había arriba, ni abajo.
Solo oscuridad y golpes.
De pronto su cuerpo chocó contra una roca grande.
Sintió un dolor punzante en el costado, pero esa piedra…
esa piedra la detuvo, aunque fuera por un segundo.
Agarró la roca con una mano mientras mantenía al niño sobre el agua con la otra.
—Respira… respira… —jadeó.
El niño tosió, llorando.
La corriente seguía empujándola con fuerza.
Sus dedos resbalaban en la superficie mojada.
Sabía que no podría sostenerse