Wings of Freedom
Wings of Freedom
Por: Black-Wings1777
Prefacio.

Sus pasos lentamente, sincronizados con la melodía que llegaba a sus oídos por medio de los auriculares. No prestaba atención al panorama. Por más que las vistas fuesen magníficas, no le daba relevancia a nada que no fuesen sus propios pensamientos.

Desinteresado, taciturno, un bohemio por naturaleza.

Mucho tiempo ha pasado desde la última vez que mantuvo una conversación con alguien. Años y realmente no le importaba. Las únicas veces que dejaba salir su voz era simplemente para preguntar cuánto le saldría un boleto de tren y eso ocurría cada fin de mes.

¿Familia? Alguna vez la tuvo, por supuesto. Sin embargo, aquel lugar al cual llamó hogar hasta sus 15 años de edad ya no estaba. Sus padres yacían inertes bajo dos lápidas de mármol en algún sitio del Campo Santo de la ciudad. Dejó de pisar aquel lugar desolado y álgido hace bastante tiempo, ¿por qué desperdiciar momentos y tiempo cuando, en realidad, sus relatos y preguntas nunca tendrían replicas? Al principio fue difícil porque allí, debajo de los alabastros, descansaban sus progenitores y por más que lo negase, los extrañó por algún tiempo.

La realidad lo golpeó por varios meses en los cuales se vio obligado a hacerle frente al hecho de que se encontraba solo, sin nadie a quién acudir.

Un adolescente de 16 años enfrentando a la vida por su cuenta.

Dentro de toda la desgracia, encontró un poco de sosiego al no tener que salir a la calle por empleo. Sus escasas salidas eran solo para comprar alimento y lo hacía una vez a la semana. El resto de los días se la pasaba encerrado dentro de la desolada casa, entreteniéndose con cualquier cosa que encontrase en su camino.

¿Amigos? Sí, también los hubo, pero al dejar de salir estos dejaron de venir y al pasar de los meses fue y fueron olvidados.

El tiempo siguió su cauce, llevándose consigo parte de él, parte de su esencia, mutándolo a un ser solitario, moldeándolo a una persona completamente distinta.

Se refugió en la lectura y escritura.

A los 18 años publicó sus primeros tres libros de narraciones cortas y una novela. Y esta última pronto se transformó en un best seller. Aunque nadie supiese que el autor del famoso libro «Eyes of cat» resultase ser un joven que contradecía todo lo usual a una persona que llegaba a la cúspide de la fama. Él prefería el anonimato y seguir escribiendo bajo un seudónimo. Su verdadera identidad solo la conocía su editora.

La historia de cómo conoció a Odette Levesque se podría resumir. Él comenzó a publicar historias cortas en una plataforma literaria on-line por mero placer. Con el tiempo, el número de lectores incrementó al punto de preguntarse qué tendrían sus historias porque él no las veía interesante ni mucho menos. Miles de mensajes recibía en su casilla privada, felicitándolo, pero, sobre todo, pidiéndole más de sus relatos. Uno en particular le llamó la atención. Una cosa llevo a la otra y, en menos de dos meses, terminó aceptando conocer a la chica detrás de los mensajes. Grata y desconcertante, a su vez, fue enterarse de que la autora de dichos mensajes resultase ser una de las mejores editoras que prestaba sus servicios en una de las empresas más grande de la ciudad, Creative World Edition. Por supuesto, al principio se negó rotundamente a que sus historias llegasen a pasar en formato libro físico para luego ser exhibidos en las distintas librerías. No. Eso no lo convencía del todo, más que nada porque tendría que salir a la luz, dándose a conocer y lo menos que deseaba era tener a personas acosándolo a cada dos por tres, ya fuese para criticarlo por ser un fracaso de escritor o felicitarlo por su trabajo. Al final, se dejó llevar por el entusiasmo de la chica, dando como resultado ser autor bajo seudónimo.

Tres libros con historias cortas, basadas en romance cliché, fueron los primeros y luego lanzó su primera novela. Esta llegó al vértice del consumismo literario en tan solo unos pocos meses y palpó el orgullo y satisfacción en el momento en el cual Odette le dio la noticia de que su libro pasó a formar parte de los best seller mas adquiridos en todo el país. Su fama alcanzó un nivel nacional relativamente en poco tiempo.

Y ahora, con 25 años de edad, era uno de los escritores novelistas más famosos del país.

(…)

Bufó mentalmente en el instante en el cual tuvo que responder con un simple monosílabo al señor que vendía los boletos. Volvió a colocarse los auriculares y siguió avanzando por los andenes mientras observaba las vías, los trenes saliendo y otros llegando. Inhaló profundamente cuando el aroma a tierra húmeda llegó hasta sus fosas nasales. Amaba la lluvia, mucho más cuando salía de viaje.

Se paró al llegar a su destino, ingresó al ferrocarril, haciendo caso omiso —como de costumbre— a las distintas miradas posadas sobre su persona. Se paseó por los vagones, buscando un lugar apartado del tumulto de personas. La inspiración calaba por su mente, trepándose como si fuese enredadera, hilando diferentes escenarios, personajes, paisajes. Sus manos comenzaron a vibrar, le urgía sentarse, sacar su laptop y ponerse a escribir.

La verdad, después de tres años en los cuales solo se dedicó a escribir, siguiendo al pie de la letra los consejos de su editora, dio sus buenos frutos. Fama y mucho dinero. Dinero que no necesitaba a fin de cuentas. Había heredado la fortuna de sus padres cuando estos fallecieron. Se podría decir que nadaba —literalmente— en dinero. La fama, bueno, un tema completamente distinto ya que nadie conocía su verdadera identidad.

Posterior de haber alcanzado la cúspide, exigió tener por lo menos un año libre. Sin presiones, sin un plazo de entrega, sin obligaciones. Se lo merecía y, según él, un descanso no le vendría mal a su mente e inspiración. Para su buena suerte, lo consiguió, aunque el merito se lo llevase su editora. Fue Odette quien, después de hablarlo con la editorial, pudo conseguirle lo que deseaba.

(…)

El paisaje mutaba cada que miraba por la ventanilla. No sabía con exactitud su destino, tampoco era como si le importase. La tranquilidad se palpaba en el aire. Sin embargo, lo que más le agradaba era viajar en días hábiles dado que el número de pasajeros era mínimo y por cada vagón apenas contaba de cinco a diez personas.

Dejó de escribir, sus dedos ardían de tanto tipear. Un escozor que le resultaba molesto porque su mente no coordinaba con sus acciones. Si fuese por él, seguiría presionando tecla tras tecla sin dar relevancia a nada.

Soltó un suspiro por lo bajo, sobándose el puente de la nariz. Observó los asientos de al lado, dándose cuenta de que solo había dos personas en la misma fila, pero estas se hallaban en los asientos dobles a tres lugares de él. En la suya, solitaria. Se puso como meta disfrutar de su tiempo libre sin obligaciones. Por otro lado, no por eso dejaría de escribir. Hacía más de tres meses que comenzó una nueva novela. No obstante, la historia era distinta a las otras porque plasmaba parte de su propia experiencia, de su propia vida. No era como si fuese una autobiografía, en lo absoluto.

La mezcla de realidad con la fantasía seguía siendo sinónimo de sus obras. Aun así, en la actual, se dejaba explayar a sus anchas poniendo en cada párrafo, en cada diálogo, parte de sus pensamientos y creencias.

Cerró el portátil. Se sacó los auriculares, guardó las cosas en la pequeña maleta, dejándola en la estantería superior para el mismo fin. Inclinó el asiento, estirando las piernas. Llevaba más de cuatro horas en la misma posición y sus extremidades gritaban por un poco de movilidad. Rodó los ojos cuando su estómago emitió un gruñido, después de todo, era un ser humano y no una máquina.

Echó la cabeza hacia atrás con leves movimientos circulares, relajando las vértebras de su cuello. Cerró los ojos, deleitándose con la relajación que se expandía por su espalda. Desplazó hacia arriba la mesa para dejar espacio. Titubeó por un instante, pero otro gruñido por parte de su estómago lo obligó a incorporarse.

Sus pasos lentos, conduciéndolo hacia el mini bar. Se aproximó hasta la nimia barra. Leyó el menú, no encontró gran variedad, pero por lo menos podía pedir un plato de pasta, no deseaba comer emparedados, no de nuevo.

Divisó por el rabillo del ojo a una chica aproximándose. Inhaló hondo, supuso que tendría que hablar, una de las cosas que más detestaba a la hora de viajar. No, no le agradaba, en lo absoluto. Perdió el tacto, perdió la costumbre, ya no se acordaba de cómo podía y debía de mantener una charla. El poco diálogo lo tenía con Odette, pero, aun así, era escaso. Nada de conversaciones profundas, solo lo justo y necesario, el resto... por simples correos electrónicos, ¿por qué ahora pareciese que requería recuperar el habla? ¿De verdad era necesario? Podría pasarse fácilmente por una persona muda. Negó mentalmente, no llegaría a tal extremo o tal vez…

—Buenas tardes, señor —enunció alguien.

La aguda voz lo sacó de sus alocados pensamientos. Miró a la chica quien esbozaba una sonrisa mecánica como si sus músculos faciales estuviesen entrenados para ello. No era genuino, nada en el rostro de la fémina lo era.

—Espero esté disfrutando del viaje, ¿desea ordenar algo en particular? Tenemos un menú variado, pero si desea algo en especial, no es problema para nosotros brindárselo, además, si desea, también puede consultar el menú de meriendas...

Dejó de prestarle atención al monólogo de la muchacha.

Él simplemente quería un plato de pasta, pero no se animaba a emitir palabra alguna. Los nervios afloraron, abarcando cada fibra de su cuerpo, ¿por qué le resultaba tan complicado dejar salir su voz? No era como si por esta lo reconocerían, por supuesto que no. Se maldijo a sí mismo.

Observó a la chica que seguía moviendo la boca. Quién sabe lo qué estuviese diciendo. Apretó una mano hasta que las uñas se clavaron en la palma... Obtuvo un pequeño desliz de valor.

—Tallarines a la crema y verdeo y un exprimido de naranjas, por favor —pidió.

Se sorprendió de sí mismo porque su voz salió mucho más abrupta y rasposa. Su garganta ardió.

Frunció el ceño al percatarse de que la muchacha quedó sin dicción y lo miraba como si de pronto, a él, le hubiesen salido dos cabezas más. No era para tanto, ¿verdad?

—Sí... por supuesto —Notó el cambio en el rostro de la fémina. Pálida y seria—. Su orden saldrá en diez minutos, ¿desea esperar o prefiere que se le acerque hasta su asiento? —preguntó la chica.

Le dio otro apretón a su mano. Sintió el escozor en su piel.

—Esperaré, gracias —imperó.

La fémina asintió y se perdió detrás de una pequeña puerta vaivén.

Una vez solo, agachó la mirada, encontrándose con su mano. Unos cuantos improperios dejó escapar mentalmente al verse la palma. Unas diminutas y delgadas líneas rojizas se dibujaban en su piel. En dos de ellas, brotó un espeso líquido carmesí. El terror se alojó dentro de su pecho, no se había dado cuenta del daño que se auto-produjo en un mero arranque de valentía. Con la mano sana, logró sacar de su bolsillo un pañuelo que nunca estuvo de más llevarlo, pero que jamás tuvo la urgencia de usarlo, al menos hasta ese instante. Limpió como pudo la palma herida. Aun así, el escozor seguía latente y no vio nada a su alcance que le sirviese para apaciguar el leve dolor. Terminó por improvisar una venda, a fin de cuentas, el daño ya estaba hecho. Recordó que en su morral tenía un par de banditas y un ungüento que quizá le sirviese para las pequeñas heridas. Se encogió de hombros, restando relevancia al asunto. Lo hecho, hecho estaba.

Los segundos se transformaron en minutos y nadie salía de, la que supuso sería, la cocina. Decidió acercarse a la amplia ventanilla.

El tren en movimiento, el paisaje montañoso, las gotas de agua golpeando el cristal, transformándose en pequeñas cascadas que se deslizaban hasta perderse de su vista. La inspiración volvió. Anheló porque la muchacha saliese pronto, necesitaba regresar a su asiento con su portátil y plasmar todo lo que su mente iba idealizando.

Un fuerte sonido lo quitó de su quimera.

Adiós numen.

Ladeó la cabeza en torno al estrepitoso ruido. Su mirada percibió a un chico que dejó una bandeja sobre la barra. Entrecerró los ojos y su corazón latió con mayor brío.

—Dani, ya regresé —profirió el chico—. A ver si ahora por fin puedo leer tranquilo.

Quiso salir con urgencia, desaparecer de allí. Y no, no era porque tuviese miedo de las personas. Era otra la razón de sus repentinas ganas de esfumarse. Deseó con fuerzas porque el chico no se diese cuenta de su presencia.

Falló.

—Oh. Lo siento, señor —Giró sobre sí, preparado para la huida—. No quise sonar descortés, de verdad lo lamento —Asintió—. Disculpe, pero, ¿está atendido? —Asintió de nuevo—. Bueno, en ese caso, ¿desea sentarse aquí? Puedo traerle una butaca —Negó rápidamente, ¿por qué no cerraba la boca y ya? No deseaba hablar de nuevo—. Disculpe si parezco metiche e irrespetuoso, pero, ¿puede hablar, cierto?

Nunca en su vida, nunca, a sus 25 años de edad, deseó con fervor poder tener una cinta adhesiva y sellar la boca de una persona como lo deseaba en ese momento.

Sinceramente, no quería hablar ni siquiera para pronunciar un simple e insignificante monosílabo.

Notó como el chico iba a modular alguna otra pregunta, por ende, se adelantó.

—Sí, puedo hablar —enunció y, de nuevo, sintió escocer las paredes de su garganta—. Ahora, con su permiso, iré a recorrer un poco. Luego vendré por mi pedido.

Se encaminó hacia la salida, dispuesto, incluso, a olvidase de su comida. Ya vendría mas tarde.

Todo se vio truncado cuando el chico dio unos pasos hasta posicionarse a unos escasos metros de él.

—No, no, señor —inquirió el muchacho—. Esperé aquí. Ya mismo iré personalmente a traer su pedido. No tardaré.

Quiso rodar los ojos, pero se contuvo.

Quedó solo de nuevo, mirando las pequeñas puertas vaivén en tenue desplazamiento. Amaba viajar, de eso no le cabía la mínima duda. Sin embargo, detestaba cuando las personas se referían a él como señor. Puede que fuese porque esas personas estuviesen bajo régimen de la empresa, aun así, ¿qué no se daban cuenta de que él era un chico joven? La palabra señor le causaba algún tipo de ofensa personal. Él no era un hombre de 50 años, ¡por amor a los Santos!

Exhaló un sonoro suspiro y se vio analizando el libro que el chico había dejado sobre el mostrador.

—Aquí tiene su orden, señor.

La voz cualitativa del chico lo sobresaltó. Alzó la mirada del libro.

—Lamento la tardanza. Es que allí dentro es un caos. Espero y disfrute su comida. Buen provecho —espetó el muchacho.

Agarró la bandeja y se dispuso a salir lo antes posible de allí.

—Es mi autor favorito —Escuchó detrás de sí—. He leído todos sus libros, aunque hace ya un tiempo que no sale nada nuevo de él.

Sus manos comenzaron a sudar y tuvo un atisbo de miedo porque la bandeja terminase en el piso.

—¿A usted le gusta leer?

—Sí —balbuceó y volteó a mirarlo—. Por supuesto.

—Pues, si no es insensato de mi parte —Vio de soslayo como el chico se iba acercando—, le recomiendo este libro. Es del novelista William Norba. Ya lo he leído unas cinco veces y no me canso —profesó, muy alegre, el muchacho.

Tragó en seco, sus manos temblaban tenues, sudorosas, dificultándole cargar la charola con su plato de comida.

—Por supuesto, lo tendré en cuenta —espetó.

Antes de que el chico dijese alguna otra cosa, salió lo más rápido que sus piernas le permitían.

(...)

Respiró tranquilo una vez se ubicó de nuevo en su asiento. Deslizó la mesita, apoyó la bandeja y tiró la cabeza hacia atrás. Su corazón aún palpitaba fervientemente, su cuerpo sufrió de otro espasmo y no supo el verdadero motivo de su estado. En su mente, llegaron aquellos fanales color verde musgo cargados de ilusión, aquellas palabras atiborradas de orgullo haciendo referencia al autor de la novela.

—Si tan solo supiese que tuvo a William Norba frente a él y no solo eso, sino que habló con su autor favorito, ¿cómo hubiese sido su reacción? —musitó para sí—. Pero ese nombre no es más que un seudónimo porque detrás de William Norba, está el verdadero escritor, Liam Baron. 

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