—¡Dra. López!—Julio rechinó los dientes por la rabia.
Pero a Sofía no le importaba. De verdad no le importaba si Julio estaba bien, es más, deseaba verlo entrar en pánico, pero como doctora, no podía hacerle algo así a un paciente.
Sí, a un paciente. A sus ojos, Julio era un paciente en ese momento.
Nadie se desmayaría por miedo a la oscuridad a menos que tuviera problemas psicológicos graves o hubiera experimentado algo que le hiciera reaccionar negativamente ante la oscuridad.
—Era una broma, no se lo tome en serio —Sofía devolvió el teléfono y dijo con seriedad: —Aunque usted no me cae bien, no soy de las que echan sal en la herida de nadie y tampoco me gusta aprovecharme de la gente.
Julio acunó el teléfono entre las manos y la miró.
—Acabas de admitir que no te caigo bien.
—Pues sí. Igual no hay mucho que admitir.
En la oscuridad, sin nadie alrededor, los dos empezaron a hablar como un par de amigos.
—¿Por qué? —preguntó Julio—. No recuerdo haberte hecho daño.