El motor del bote retumbaba bajo sus pies mientras Alina dejaba atrás la silueta de Kalliste. El cielo comenzaba a enrojecer al atardecer, como si la isla misma ardiera en silencio.
Había recogido todas sus cosas: cada carpeta, cada prenda, cada archivo. Nada que delatara que alguna vez estuvo allí. Había limpiado discretamente su rastro en la oficina del Sebastian Raye Sailing Club: eliminó correos, movió documentos, desconectó registros digitales y se aseguró de que nada apuntara directamente a ella.
Casi todo.
—Maldito seas, Kilian… —murmuró entre dientes.
Él había cambiado los accesos de la cuenta de la escuela. También de otra cuenta personal. La había dejado fuera de parte del botín. Pero no de todo. Lo que Alina había logrado transferir bastaba para comenzar de nuevo. Más que suficiente.
El problema era que ese dinero era rastreable. Y tarde o temprano, alguien lo seguiría. Delmont. Céline. Las autoridades. Por eso, se movería por tierra. Nada de aeropuertos. Nada de