Por Santiago Sanders
Me despierto, abro los ojos, y veo el paraíso sobre la tierra. Toco uno de sus perfectos rizos, el aroma a vainilla me embriaga, sus labios me tientan y su piel suave me excita.
Ahogo una risita cuando miro al lado de mi mujer, la razón de mi alegría está ahí, durmiendo enrollada entre los brazos de su mami, mi hija Lyla debió venir por la madrugada, atormentada por la película de terror, o quizás por las leyendas turcas sobre «el hechizo del maíz» y «El monstruo Bákala» que le conté anoche. Estoy seguro de que cuando Allegra despierte me retará por hacerlo, admito que me he pasado esta vez.
Las admiro con devoción, preguntándome ¿Cómo puedo tener tan buena suerte? Suena arrogante, pero creo en Dios y presiento que soy uno de sus hijos favoritos, si no ¿Por qué razón soy tan feliz? ¿Acaso alguien más que Dios crea mi felicidad allá en los cielos?
Soy feliz y sí, soy engreído, pero es que esta dicha es todo lo que tengo en mi vida. No quiero perderlo jamás y ser