Las luces rojas y azules parpadeaban en la noche, proyectando sombras danzantes sobre las paredes del vecindario. Policías y paramédicos entraban y salían de la casa, evaluando la escena con miradas de incredulidad y horror. Laura permanecía de pie, con el corazón, latiéndole con fuerza en el pecho, mientras observaba cómo los oficiales intentaban contener a Sandra, que gritaba y se retorcía entre los brazos de dos policías.
—¡No es mi culpa! ¡Ella me obligó! —chillaba Sandra, sus ojos desorbitados y sus manos ensangrentadas. Se sacudía con tanta violencia que los policías apenas podían sujetarla.
Laura observaba la escena, sintiendo el peso de la realidad en sus hombros. Su hermana estaba completamente perdida en su locura. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cuándo se había quebrado tanto su mente? Tragó saliva, una mezcla de culpa y terror anudándole la garganta.
—¡Débora! ¡Aléjate de mí! —gritó Sandra de repente, su mirada perdida en el vacío.
—¡Ella ya no está aquí! —respondió Laura, de