Quiero que te cueles por mi ventana

Casi una hora después de haber aterrizado, la camioneta ingresó por una portería de altos y gruesos muros blancos. Luego ascendió, a través de una carretera pavimentada, por una colina cubierta de un frondoso bosque tropical. Atravesó un amplio puente, bajo el que Helena pudo contemplar el paso de un río, no muy ancho, alimentado por una cascada a la que en ese momento surcaba un arcoiris. Sin importar hacia donde se dirigieran sus ojos, veía aves de diversos tamaños y colores, monos traviesos que saltaban entre las ramas, como si quisieran seguir el vehículo para espiar a sus ocupantes. 

—Es muy hermoso —dijo Helena sin dejar de mirar por la ventana—. Es como si esta colina no hubiera sido tocada por la mano del hombre, salvo para hacer esta carretera. 

—Y así ha sido —contestó León—. O al menos eso procuró mi abuelo cuando hizo construir esta casa.

—¿No fueron tus padres?

—No. La adquisición de la isla la hizo mi bisabuelo, el fundador del conglomerado, pero quien construyó la casa fue mi abuelo y, aunque mi padre le ha hecho algunas ampliaciones, siempre ha respetado la vida que crece en esta colina, junto con algunas otras zonas que preservan la biodiversidad y fuentes de agua de la isla. 

—Veo que hay tantas cosas. Es como un paraíso. 

—Así es, no has podido describirla mejor. Después de que conozcas a mis padres, podemos salir a recorrer la isla y visitar la población. —León sonrió y estrechó la mano de Helena—. Estoy seguro de que te va a encantar

Después de un ascenso de quince minutos, la camioneta se detuvo frente a una mansión de paredes blancas, salpicada por varias decenas de ventanales y una docena de gruesas columnas que imitaban un templo griego. Frente a la entrada de la casa principal, Helena distinguió a un nutrido grupo de empleados uniformados que custodiaban a un hombre y una mujer mayores. Sus rostros le resultaron familiares. 

León bajó del vehículo y tomó la mano de Helena para ayudarla a descender. Luego la tomó del brazo y caminó en dirección a la pareja que los estaba esperando. 

—Papá, mamá, ella es Helena Mancillo, la mujer con la que pienso casarme.

Helena los había visto en revistas, redes sociales y prensa, aunque tendían a ser una pareja algo reservada.

—Encantado, Helena —contestó el padre de León mientras la abrazaba—. Soy Pedro Castiblanco, pero, a partir de este día, puedes llamarme papá.

Helena sonrió y besó las dos mejillas de su nuevo padre, un hombre que aún cuando pasaba de los sesenta años era todavía alto, robusto, de frondosa melena rubia entrecana, con unos alegres y profundos ojos grises. Luego abrazó a la mujer. 

—Y yo soy Dafne, pero también puedes decirme mamá. 

Se abrazaron y besaron las mejillas. 

—Eres un encanto —dijo Dafne, una mujer que no debía tener más de cincuenta años, de belleza natural, piel muy blanca y largo cabello castaño—. Y mucho más bella en persona de lo que te ves en fotografías. 

Helena agradeció el recibimiento y prestó atención a las presentaciones que hizo Pedro de las personas encargadas de los servicios en la mansión. Estaban presentes el mayordomo, el ama de llaves, tres doncellas, el chef y una pareja de cocineros.

—No están presentes dos doncellas, tres cocineros, las institutrices y salus de nuestros nietos —dijo Dafne—. Y ya irás conociendo a los jardineros, chóferes y encargados de la seguridad. 

Pese a que en sus últimos años había compartido la vida opulenta de Mauricio y su familia, Helena nunca había vivido en una mansión con tantos y variados empleados domésticos. Al terminar la presentación, solo recordaba el nombre del mayordomo (Casimiro) y del ama de llaves (Eugenia). 

—Pasemos, por favor —dijo Pedro Castiblanco, extendiendo el brazo para que Helena y su esposa se adelantaran hacia la entrada. 

El recibidor de la mansión tenía el tamaño del apartamento de Helena y, como el resto de la casa, tenía piso de mármol. Lo decorada una enorme mesa con un arreglo floral de especímenes tropicales, una lámpara de techo con intrincados candelabros de cristal en la que Helena podría haberse columpiado y, aunque no era una experta en arte, pudo reconocer que los cuadros en las paredes debían ser originales que, con sus ingresos como influencer, no habría podido comprarse ni con el ahorro de diez años de trabajo. León se acercó y la tomó de la mano.

—Este es tu nuevo hogar —dijo mientras besaba sus dedos—. Eugenia te mostrará tu habitación después de que hayamos brindado por tu llegada.

Helena sonrió con las cejas fruncidas. 

—¿Cómo?

León la llevó siguiendo a sus padres hasta una sala que, por su tamaño, no parecía ser la principal sino una reservada para que las visitas esperasen a ser recibidas. Allí, uno de los sirvientes de la casa llegó con una bandeja de copas de champán. Helena tomó la suya. 

—Eres bienvenida, Helena Mancillo, a nuestro hogar —dijo Pedro Castiblanco con la copa levantada—. Espero que tú también nos recibas en tu corazón y, lo más importante, que recibas en él a nuestro hijo León para que su amor se fructifique y prospere. 

Brindaron y bebieron. El champán, reconoció Helena, debía tener no menos de treinta años y ser de una cosecha francesa. 

Pedro y Dafne volvieron a abrazar a Helena, felicitaron a su hijo y se despidieron. 

—Tú y yo, querida —dijo Dafne antes de marcharse—, almorzaremos juntas y después iremos de compras. 

—Había pensado llevar a Helena a recorrer el pueblo —dijo León.

—Primero, deja que tu novia se refresque —contestó Dafne—. Y luego vayan a saludar a los demás miembros de la familia. —Dafne hizo una pausa, como si leyera la pregunta que León le hizo con la mirada—. Tú hermano está con su esposa y el niño.

—Bien, mamá, pero, ¿vas a estar en el pueblo? 

—Sí y llámame cuando estén allá, que quiero ser yo quien almuerce primero con Helena. —Dafne miró a su nuera como si esperase su aprobación y ella no dudó en asentir—. Tienes toda una vida para almorzar con ella después. 

León también asintió.

—Ya ves quién manda en la isla —dijo a Helena cuando su madre salió por el recibidor—. ¿Quieres ver tu habitación o te presento primero a mi hermano? 

Pese al calor, la mansión era fresca y Helena no estaba acalorada, tampoco cansada por el vuelo, al contrario, se sentía entusiasmada por lo que prometía ser una vida de ensueño. 

—Me gustaría conocer al resto de la familia —contestó. 

León la volvió a tomar de la mano y caminaron, sin salir de la casa, a través de un ancho corredor surcado por grandes ventanales y por los que se podía ver un gran jardín interior. 

—Este pasillo lleva al ala oeste de la casa —explicó León—. Allá están los aposentos privados de la familia de mi hermano mayor, Víctor, así como las de mis otros medio hermanos. 

—¿Medio hermanos? —preguntó Helena. 

Sin detenerse, León la miró y sonrió. 

—Sí. Cada uno de mis doce medio hermanos tiene un ala privada en la mansión, en las que viven con sus familias, pero solo los vas a encontrar a todos en dos fechas especiales: para navidad y para el cumpleaños de mi papá. El resto del año vienen y van, lo mismo que sus esposas e hijos. 

—Es decir que tú…

León supo lo que quería saber Helena sin que ella terminara la pregunta.

—Sí. También tengo un ala privada asignada, pero, como todavía no tengo mi propia familia, es demasiado grande para mí solo, así que prefiero, cuando estoy aquí, dormir en una de las habitaciones del ala central, como sería también tu caso. 

—¿Eso significa que dormiremos en habitaciones distintas, pese a que tienes un ala privada? —preguntó Helena con una sonrisa.

—Bueno, sí, a menos que quieras que estrenemos mi ala privada —contestó León frente a una amplia puerta doble que permanecía cerrada. Se aproximó al lector biométrico y pasó su dedo índice. Luego empujó la puerta derecha y dejó que Helena entrara primero—. Puede ser esta misma noche. 

Helena esperó a que León entrara. Estaban en un recibidor parecido al de la entrada principal, pero más pequeño. Lo abrazó y lo besó. 

—No —dijo Helena extendiendo sus brazos, como si lo rechazara, pero sin dejar de abrazarlo—. Quiero mi habitación privada y que, algunas noches, pases a visitarme, subiendo por una ventana. 

León se rió. 

—Estoy hablando en serio. 

—¿De verdad? —León se ajustó las gafas—. ¿Incluso cuando dices que debo colarme por la ventana?

—Nunca un hombre lo ha hecho por mí y quiero que tú seas el primero. 

León entendió lo que Helena deseaba y, sonriendo, asintió. 

—Bien. A mí también me emociona, ¿sabes? Tampoco me he colado nunca a la habitación de una chica. 

Se besaron y León bajó sus manos para agarrar el trasero de Helena.

—¡No! Si me quieres, primero tendrás que trepar hasta la ventana de mi habitación, esta noche, si quieres, pero no antes.

León se acomodó la camisa. 

—Bueno. Subamos y te presento a mi hermano, Víctor, y a su encantadora esposa, Andrea. 

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