Mi paciencia estaba al límite.
—Averigua quién llama y de qué se trata ese asunto urgente.
Un minuto después, el intercomunicador volvió a sonar.
—¿Sí?
—Es una tal señorita Moreau. Dice que su emergencia es que su esposo ha muerto.
Tomé el teléfono.
—Genevieve.
—Christian. Necesito tu ayuda.
—Ya estoy trabajando en eso. Te lo dije ayer.
—Necesito más que eso.
Quitándome las gafas, las lancé sobre mi escritorio. Frotándome las manos sobre el rostro, respiré hondo. Habían pasado años desde la última vez que tuve una conversación civil con ella, pero a pesar de lo que muchos pensaban, no era completamente insensible. Acababa de perder a su esposo de forma repentina —un infarto a los treinta y uno.
Recostándome en la silla, exhalé una bocanada densa de frustración, y luego inhalé una fresca empatía.
—¿Cómo puedo ayudarte, Genevieve?
—No quiero dirigir la empresa sola. No puedo con eso.
—Puedes. Si es demasiado, contratarás a alguien en quien confíes.
—Confío en ti, Christian.
Antes tambié