Esa noche, durante el banquete familiar, mi padre alzó su copa con entusiasmo:
—¡Luciana se casará pronto! Le daré todas mis inmobiliarias como dote.
La sonrisa de Luciana iluminó la sala.
—¿Y Lisa? —intervino mi madre, indignada—. Ella también se casa pronto.
Mi padre ni siquiera dudó:
—Se casa con Cristóbal Mendoza. Si sobrevive será un milagro. ¿Para qué desperdiciar una dote?
Aunque sabía que para él no valía ni un dedo de Luciana, el dolor me atravesó el pecho al oírlo decir aquello.
Mi madre, con los ojos enrojecidos, intentó protestar, pero la detuve:
—No lo necesito, mamá. Nada de ellos.
A mitad de la cena, Vicente hizo su entrada triunfal con un traje a medida.
Ante todos, sacó un brazalete de jade verde esmeralda y se lo ofreció a Luciana:
—Para celebrar tu recuperación, Luciana.
Ella fingió modestia:
—¡Es demasiado valioso, Vicente!
Él se lo colocó en la muñeca.
—Nada es más valioso que tú.
Los invitados cuchichearon al reconocer el brazalete:
—¡Es la reliquia familiar de los Rojas para la nuera!
—Si se lo dio a la mayor ¿qué pasará con el compromiso de la segunda hija?
Harta de los comentarios, me escabullí al jardín pero Luciana me siguió.
Bajo la luna, jugueteó con el brazalete y lanzó una sonrisa venenosa.
—Lo que es mío, sigue siendo mío. Robar mientras estaba enferma, ¡qué ingenuidad!
¡Qué equivocada estaba! Esta vez no quería nada suyo. Solo verla caer por su propia arrogancia.
—Papá me contó que te casarás con ese estéril violento —susurró—. Qué aburrido será no poder molestarte más.
Al intentar irme, me agarró la muñeca y de repente saltó a la piscina gritando:
—¡Socorro! ¡Me empujó!
Vicente Rojas corrió como un poseso, la rescató y, sin dudar, me dio una patada que me envió al agua.
Como un pollo mojado, tardé eternidades en salir de la piscina.
Mi padre llegó al escándalo y, sin mediar palabra, me abofeteó con fuerza.
—¡Eres una desalmada! ¿Cómo te atreves a atacar a tu propia hermana? —rugió—. ¡Enciérrate en tu habitación a reflexionar! Y si alguien intercede por ti, ¡también pagará las consecuencias!
Me llevé la mano a la mejilla ardiente y le hice una señal discreta a mi madre para que no dijera nada.
Mi madre entró en silencio, con lágrimas rodando por su rostro, y me dijo:
—Lisa, todo esto es mi culpa. Tu padre nunca me quiso, y por eso tampoco te quiere a ti.
Arrodillada sobre el suelo frío, con la espalda recta y los ojos enrojecidos, respondí con voz firme:
—Si ellos no me quieren yo tampoco los querré.
Tres días después, mi madre logró mi libertad con la excusa de preparar mi dote. En la joyería, me mostró unos pendientes de diamantes rosados:
—Al menos tengo mis ahorros. No llegarás a la familia Mendoza con las manos vacías.
Sonreí. Esas cosas ya no me importaban.
Hasta que la puerta se abrió y Luciana entró con del brazo de Vicente, señalando mis pendientes, con voz melosa:
—Esos son míos.