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—Vamos, Greg.

Greg dio la vuelta. Entraron en el auto. Kay agitó la cabeza. Nunca hablaba de su hijo muerto con Greg. Era como si Dick sólo le hubiera pertenecido a ella, y sólo a ella hubiera querido. Era injusta una vez más, pero Greg no se lo reprochó.

—Hay una toalla ahí —dijo Greg poniendo el auto en marcha—. Sécate la cabeza. Esa frialdad puede hacerte daño. La joven tomó la toalla y secó el cabello, la cara, las manos.

—¿Y tú, Greg?

—Me seco solo.

—Inclínate hacia aquí. Yo te secaré.

No se movió, pero ella fue la que se incliné hacia el esposo y con suavidad le secó el cabello, la cara, el cuello, que mojaba su chaqueta.

—Ya está bien, Kay.

—Estás mojado aún.

Sus manos friccionaron suavemente. Greg levantó los

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