XI

Cuando Kay Ardrich abrió los ojos, volvió a cerrarlos con pereza. Súbitamente, se sentó en el lecho. La huella de la cabeza de Greg aún estaba allí. Saltó de la cama y se acercó al ventanal. El auto había desaparecido. Miró el reloj. Eran las once y media de la mañana. Se duchó y vistió luego rápidamente. Bajó al vestíbulo, Lena Ardrich ponía flores en un búcaro.

—Buenos días, mamá.

—Hola, hijita.

—¿Hace mucho que marchó Greg?

—Sí, bastante. Desayunamos juntos y él se fue a la clínica, creo que eran las nueve.

—¿Por qué no me has llamado?

—No merecía la pena. Has visto, sigue lloviendo, si bien ya no con tanta fuerza. ¿Digo que te sirvan el desayuno?

 —Sí, tengo apetito.

Desa

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