Élise
Había jurado, al salir del tribunal aquella tarde, que no pondría un pie en esa recepción. Ya había tenido suficiente de rostros ávidos, de murmullos insidiosos, de miradas fijas sobre mí como si fuera una presa o una bestia de espectáculo. Necesitaba silencio, soledad, un espacio donde recuperar el aliento. Pero mi socia había insistido con una obstinación educada, argumentando que una carrera no se construye únicamente en los juzgados, que a veces también era necesario exponerse en esos salones mundanos donde las reputaciones se cimentan entre dos copas de champán.
Y aquí estoy, casi a regañadientes, prisionera voluntaria de un hotel particular cuyas doradas decoraciones brillan demasiado, cuyas lámparas suspendidas vierten una luz cruda e implacable sobre una multitud de abogados, magistrados y figuras del bar que se dan aires de complicidad mientras vigilan la más mínima falla en sus semejantes. Las conversaciones susurran, las sonrisas se congelan en adornos obligatorios, l