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Capítulo 7: Juego sucio.

Capítulo 7: Juego sucio.

Noah POV

El tráfico de Nueva York parecía moverse más lento de lo normal, o tal vez era que mi paciencia se había agotado. Cada semáforo, cada bocina, cada giro me recordaba el rechazo de Luna Morales. Humillante. Frío. Definitivo.

Cuando finalmente aparqué frente a HaTech Global Industries, la fachada de cristal me golpeó como un recordatorio brutal: todo debía estar bajo mi control. Pero el caos me recibió antes que la seguridad, antes que mis empleados, antes que cualquiera.

El ascensor central estaba fuera de servicio. Jaque mate, como si el universo conspirara con la mujer que me había humillado. Ejecutivos corrían de un lado a otro, secretarias gritaban órdenes absurdas y Jaime Hammer, el asistente desesperado, parecía al borde del colapso.

—¡Señor Ha! —gritó Jaime desde el lobby, agitando los brazos—. ¡El ascensor se volvió a estropear! ¡La presidenta llegó y todos estamos en peligro!

No respondí. No era momento de palabras. Caminé hacia las escaleras. Cada piso que subía me quemaba los músculos, me dejaba jadeando, me recordaba que el mundo no me debía nada y que nadie me haría el trabajo fácil. Treinta y siete pisos. Cada paso me acercaba más a mi oficina… y más cerca de la ira que sentía hacia ella.

Al llegar al último piso, Jason estaba apoyado en la puerta de mi oficina, la sonrisa burlona iluminando su cara. Detrás de él, el abogado esperaba, serio, con los brazos cruzados.

—Viejo, ¿qué pasó? ¿Por qué subiste por las escaleras? —preguntó Jason, divertido.

—Se averió el puto ascensor —gruñí, apoyándome contra el escritorio y tratando de recuperar el aliento.

Jason soltó una carcajada que resonó en toda la oficina.

—Jajajajajajaja… y Luna Morales no está para arreglarlo.

El nombre salió de su boca como un dardo envenenado. Lo miré helado.

—No menciones ese nombre —dije, con la voz cortante—. Está prohibido.

Jason arqueó una ceja, divertido.

—Uy… cuánto odio, ¿te ha rechazado otra vez?

—Fue humillante —respondí, sacando del bolsillo del pantalón la pequeña caja negra—.

La abrí y dejé que el anillo cayera sobre el escritorio con un golpe seco.

Jason parpadeó.

—¿Te rechazó con el anillo y todo?

—Quiero que venga a mí de rodillas y me pida este matrimonio —dije, con la mandíbula apretada, mirando la puerta como si pudiera aparecer en ese instante.

El abogado frunció el ceño, mientras Jason se recostaba, incapaz de procesar la intensidad que emanaba.

—Viejo… —dijo Jason finalmente—. Vas a declararle la guerra, ¿eh?

—Sí —contesté, con un hilo de rabia helada—. Y va a aprender que Noah Ha no acepta un no.

El silencio cayó sobre la oficina, pesado, expectante. Afuera, la ciudad seguía su ritmo indiferente. Dentro de mí, todo era furia contenida, planificación y un único objetivo: Luna Morales.

—Bien —dijo Jason—. Antes de que destruyas medio Manhattan… ¿qué piensas hacer?

Me aflojé la corbata y caminé hacia el ventanal. Treinta y siete pisos abajo, la gente parecía insignificante. Siempre lo había sido.

—Nada impulsivo —respondí—. Eso sería darle la razón.

Giré lentamente.

—Luna Morales no quiere dinero. No quiere protección. No quiere un apellido.

Jason frunció el ceño.

—Entonces… ¿qué quiere?

Sonreí por primera vez desde el desayuno. No fue una sonrisa amable.

—Independencia.

El abogado levantó la vista.

—¿Y vas a…?

—Quitársela —terminé por él—. Sin tocarla directamente. Sin ensuciarme las manos.

Jason soltó un silbido bajo.

—Eso suena… feo.

—No —corregí—. Suena efectivo.

Tomé la tablet del escritorio y empecé a deslizar documentos.

—Primero: Gabriel Morales.

Jason abrió los ojos.

—¿El padre? ¿Qué tiene que ver?

—Todo —respondí—. Es orgulloso. Recto. Cree que el mundo se gana trabajando duro.

Le mostré un contrato.

—Auditoría interna. Reestructuración de personal antiguo. Jubilaciones anticipadas. Recortes “necesarios”.

—Eso es legal —dijo el abogado—. Frío, pero legal.

—Exacto —asentí—. No lo despido. Le ofrezco irse “dignamente”.

Jason me miró con atención.

—Eso le dolería a ella.

—Mucho.

Deslicé otro archivo.

—Segundo: Luna Morales.

Jason se inclinó hacia adelante.

—Ella ya no trabaja aquí.

—Lo sé —dije—. Pero Nueva York es pequeño cuando sabes a quién llamar.

Pasé la pantalla.

—Certificaciones técnicas. Licencias. Contratos con empresas proveedoras de HaTech.

El abogado entendió antes que Jason.

—Si HaTech deja de recomendarla…

—Nadie la contrata —concluí—. No oficialmente. No en serio.

Jason negó despacio, impresionado.

—Estás cerrándole puertas sin tocarla.

—Ella quiere demostrar que no me necesita —dije, con la voz baja—. Yo solo voy a mostrarle lo caro que es eso.

Me senté por fin en la silla y abrí el cajón inferior.

Saqué el anillo.

Lo observé unos segundos antes de cerrar la caja con un clic seco.

—No voy a perseguirla —continué—. No voy a rogar. No voy a repetir la propuesta.

Jason alzó una ceja.

—Entonces… ¿cómo esperas que vuelva?

Levanté la mirada. Fría. Segura.

—Porque cuando todo empiece a desmoronarse, cuando el mundo que defiende la empuje contra la pared… va a venir sola.

El abogado tragó saliva.

—¿Y si no lo hace?

Sonreí. Esta vez sin humor.

—Entonces perderé la empresa, la herencia y el apellido.

Me levanté.

—Pero ella aprenderá una lección mucho más importante.

Jason susurró:

—¿Cuál?

—Que nadie —dije— le dice que no a un Ha… y se va ilesa.

Afuera, el ruido del edificio continuaba. El ascensor seguía averiado. El caos seguía creciendo.

Perfecto.

La guerra no se anuncia.

Se ejecuta.

---

POV Luna

El despertador no sonó.

No lo supe por la hora.

Lo supe por el silencio.

Abrí los ojos despacio. El techo seguía ahí, con la misma mancha de humedad cerca de la lámpara, pero el aire se sentía distinto. No había movimiento. No había pasos. No había el golpe seco de la puerta del baño ni el chorro de agua abriéndose.

Respiré hondo.

Demasiado quieto.

Estiré el brazo hacia el celular. La pantalla iluminó la habitación con una luz blanca, casi violenta.

6:47 a.m.

Papá nunca estaba despierto a esa hora.

Ya estaba despierto desde hacía rato.

Me senté en la cama. El colchón crujió bajo mi peso. Me quedé así unos segundos, escuchando. El edificio crujía como siempre, alguien cerró una puerta en otro departamento, un ascensor subió… pero desde nuestra casa, nada.

Me puse los calcetines sin pensar. El suelo estaba frío, incluso a través de la tela. Caminé despacio por el pasillo, evitando encender la luz, como si hacerlo pudiera romper algo.

La cocina estaba ordenada de más.

La cafetera vacía.

La encimera seca.

La ventana cerrada.

Me quedé parada en el umbral unos segundos, mirando todo sin tocar nada. El olor habitual —café, pan, algo caliente— no estaba.

—¿Papá? —dije.

Mi voz rebotó contra las paredes.

Lo encontré en el comedor.

Estaba sentado derecho, con la camisa azul de trabajo abotonada hasta arriba. El cuello le quedaba un poco suelto, como si se la hubiera puesto sin ganas. No tenía zapatos. Sus pies, en calcetines, estaban perfectamente alineados bajo la silla.

Frente a él: un sobre blanco.

No levantó la vista cuando me acerqué.

—Llegó ayer —dijo—. No quise despertarte.

Me senté despacio. La silla hizo un ruido seco contra el piso y me incomodó lo fuerte que sonó.

Tomé el sobre. El papel era grueso, elegante. Reconocí el logo antes de leer nada.

HaTech Global Industries.

Pasé los dedos por la tinta como si así pudiera borrarla.

—¿Qué es? —pregunté, aunque ya lo sabía.

—Una oferta —respondió—. De esas que no se rechazan.

Leí cada línea. Despacio. Demasiado despacio.

Agradecemos su compromiso.

Años de servicio.

Jubilación anticipada.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Y si dices que no?

Levantó la cabeza por primera vez. Sus ojos estaban apagados, pero firmes.

—Entonces dejan de necesitarme de formas menos amables.

Tragué saliva.

El reloj de la pared marcaba las 7:12.

El segundero sonaba demasiado fuerte.

—Esto es por mí —dije al fin.

Negó con la cabeza enseguida.

—No empieces —dijo—. Tú hiciste lo correcto.

No discutí.

Porque no estaba segura.

---

Hice café.

Llené la cafetera aunque no tenía ganas. El sonido del agua cayendo fue casi ofensivo en medio de tanto silencio. El olor empezó a llenar la cocina poco a poco. Normalmente, eso bastaba para que papá se levantara.

No lo hizo.

Serví dos tazas. Las dejé sobre la mesa.

Nos sentamos sin hablar.

El café se enfrió.

El reloj marcó las 8:03.

Luego las 8:27.

Luego las 8:54.

Papá miraba por la ventana. No al cielo. A la calle. A la gente que salía apurada, con mochilas, cascos, maletines.

—¿Vas a ir hoy? —pregunté, sabiendo la respuesta.

—No —dijo—. Ya no hace falta.

La palabra ya me golpeó más que cualquier otra.

El silencio que siguió no fue incómodo.

Fue definitivo.

Me levanté primero.

—Voy a hacer algo de comer —dije—. Aunque sea tarde.

No esperé respuesta.

Saqué pan. Huevos. Busqué algo que no requiriera pensar. Encendí la hornalla. El clic del gas sonó demasiado fuerte.

—No te esfuerces —dijo desde la mesa—. No tengo hambre.

—Igual —respondí—. Hay que comer.

El aceite se calentó rápido. Demasiado. El huevo se pegó a la sartén y lo rompí al intentar despegarlo. Maldije en voz baja.

Papá se levantó despacio.

—Déjalo —dijo—. Yo me arreglo algo luego.

—No —contesté, más fuerte de lo que quería—. Siéntate.

Me miró sorprendido.

Obedeció.

Puse el plato frente a él. El huevo estaba mal hecho. El pan, duro.

—Gracias —dijo.

Pinchó un pedazo pequeño. Lo masticó sin ganas.

—Está bien —mintió.

Lo supe porque no siguió comiendo.

Dejó el tenedor a un lado.

—Luna —dijo, evitando mirarme—. No tienes que hacerte cargo de todo.

Sentí el nudo subir.

—Somos familia —respondí—. Eso es hacerse cargo.

Asintió despacio.

—Claro —dijo—. Solo… dame tiempo, ¿sí?

Tiempo.

La palabra se quedó flotando entre nosotros.

Lo vi levantarse. Buscar algo que hacer. Ordenar una repisa que ya estaba ordenada. Acomodar papeles que no necesitaban acomodo.

Estaba fingiendo.

Y lo hacía por mí.

Ahí fue cuando entendí que no podía quedarme sentada enviando currículums mientras él se rompía en silencio.

No era orgullo.

No era enojo.

Era responsabilidad.

Me fui al cuarto. Me cambié sin pensar demasiado. Jeans. Camiseta. Zapatillas.

Antes de salir, lo miré desde el pasillo.

Seguía de pie. Sin rumbo.

—Salgo un rato —dije.

—¿Entrevista? —preguntó, levantando la vista con una chispa de esperanza.

Tragué saliva.

—Algo así.

Cerré la puerta.

Y esta vez no fui a buscar trabajo.

Fui a buscar a Noah Ha.

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