Conduzco sin rumbo por la ciudad, no me atrevo a regresar a casa todavía; necesito calmar esta rabia candente que corre por mis venas.
«¿Cómo se atreve ese maldito?».
Quiero gritar. Gritar hasta desgarrar mi garganta.
«¿Cómo se atreve a amenazarme de esa forma tan vil?».
Por mi rostro caen lágrimas de frustración, dolor y furia. Mis nudillos están blancos de tanto apretar el volante y mi cuerpo lo siento tenso, demasiado rígido. Miro al frente sin atreverme casi a pestañear; muerdo tan fuerte mis labios que comienzo a sentir el dolor, pero no me detengo. Ni siquiera puedo saber si respiro con normalidad; es tanta la desgracia en la que me voy sumiendo, que no soy consciente de nada más. Solo recuerdo las palabras de ese enfermo. Las repito en mi mente una y otra vez.
—Maldito —murmuro entre dientes.
Tengo que detener el auto en un