POR MAMÁ...LAS PALABRAS MÁGICAS

POR MAMÁ... LAS PALABRAS MÁGICAS

—Yo también te quiero, Elvi.

Una hora antes de que Carmen despertara desorientada y exhausta, Martín salía cansado y soñoliento. Se había tirado toda la noche en la oficina preparando la reunión de mañana. Apenas tenía dos horas para dormir y tendría que volver a la carga, por lo que optó por no coger el coche, cruzar por la avenida Gil, rodear un edificio abandonado y llegar al motel de la esquina.

No recuerda bien lo que pasó, solo sentía un enorme dolor en la parte posterior del cráneo y cómo la sangre comenzaba a resbalar por sus ojos, sangre negra y caliente. No le dio tiempo de pensar, ni de actuar, mucho menos le dio tiempo para defenderse y cayó de rodillas al suelo; no pensaba, solo percibía el calor de la sangre. Sus grandes ojos verdes parecían ahora enormes bolas de carbón del negro más oscuro, aún seguía vivo cuando sintió que el acero que tenía clavado en su cabeza se desprendía rápidamente y pasaba en un solo segundo a su pecho. Esta segunda puñalada sí la sintió, lo despertó de alguna manera de su shock paranoico y el dolor se extendió por todo su cuerpo. Ahora tenía de frente al asesino, de aspecto tranquilo. No distinguía bien su figura y mucho menos su cara, pero podía oler su calma. Martín notó de nuevo la salida del cuchillo y esta vez, acto seguido, puso la mano en su pecho, como inútil intento de tapar o cerrar la enorme herida.

Es curioso lo que una persona puede experimentar segundos antes de morir; Martín pensó en Sandra, en si algún día le perdonaría por sus múltiples affaires.

Observó durante un minuto escaso cómo su respiración se apagaba, agachó su cabeza, de la cual aún seguía saliendo sangre a borbotones, miró al suelo y con la última exhalación cayó desplomado al suelo.

Se hizo el silencio absoluto, prácticamente sepulcral...

—No puedo creer que seas tan patético, igual de asqueroso por dentro que por fuera... —Carcajadas—. ¿¡Qué coño hago ahora contigo!? —Más carcajadas.

Al ser un edificio abandonado, el ascensor no funcionaba y si te asomabas al conducto, solo había un enorme agujero abajo y una caída, calculó de unos diez metros, escondite ideal para tirar al estúpido y feo de Martín. Y así lo hizo. Cogió el cuerpo por los sabacos, lo levantó un poco y arrastró hasta el ascensor. Para acabar con su obra, detuvo un momento el cuerpo justo en el filo del hueco, se agachó, lo miró a esos ojos ahora vacíos, volvió a sonreír y con un corte seco, casi de un cirujano profesional, extrajo sus testículos. Con ellos en la mano se levantó, se colocó detrás y lo tiró hacia el fondo como si solo fuera una estúpida bolsa de carne.

—No sé si a mi perro le gustarán, son demasiado pequeños y arrugados... —Risa irónica—. En fin, probaremos —dijo, mientras aún sostenía los testículos en sus manos—. No quiero causarle una indigestión a mi precioso perro..., bah..., allá van. —Y los tiró también por el hueco del ascensor.

Afortunadamente, aún quedaban algunos productos de limpieza en algunas habitaciones, cogió el cubo y la fregona y con saña y premeditación limpió toda la sangre. «Calma, mi soplo divino». Esta frase se le venía cada dos por tres a la cabeza, esas palabras le relajaban bastante cuando sentía que podría perder el control. «Calma, mi soplo divino».

Acabó y lanzó todo por el hueco junto a Martín. No pretendía que el cuerpo permaneciera escondido para siempre, sabía que tarde o temprano lo encontrarían. El edificio ya olía de por sí a orina y heces, pero el cuerpo en una semana superaría todos los demás olores, y encontrarían a Martín o lo que quedase de él.

«Calma, mi soplo divino».

Carmen y Elvira llegaron a casa de esta sobre las siete y cuarto de la mañana. Enrique, su marido, y Junior, su hijo de dieciocho años, aún seguían dormidos.

—Van a encontrar algo mío y me van a meter en la cárcel, ya no veré más a mi niña pequeña. Soy una puta loca y ahora una puta asesina, Elvira, ¿qué coño vamos a hacer? Estoy muerta de miedo, me duele el cuerpo, apenas puedo respirar y estos cardenales, ¿cuándo me los hice o quién? Y si he asesinado a un inocente, a un niño... ¡Dios mío, me va a dar algo! Esto no puede estar pasando..., me falta el aire, no puedo, no puedo...

—¡¡Por Dios, para!! No va a pasar nada. No había cuerpo ni sangre ni nada. Puede haber un millón de motivos. ¿Y si alguien te atacó a ti estando sonámbula y te defendiste, y si hubo una pelea de yonquis y te vieron divagando sola y te dieron el cuchillo, y si el cuchillo lo cogiste del suelo sin darte cuenta?, recuerda cuando abrías la nevera de tu casa estando sonámbula y sacabas la comida..., un millón de probabilidades, lo que necesitas es ducharte y tomarte un Tranquimazin. Ve a la ducha.

—Tengo que darme prisa, tengo que estar en casa a las ocho que despierto a Elo para que acuda al colegio. Nadie debe de notar nada raro, intentaré por todas mis fuerzas disimular en todo lo que pueda. Tengo que hacerlo, Elvi, tengo que hacer...

Las lágrimas no la dejaban ya hablar. Ambas se encontraban abrazadas, llorando ambas. Carmen se dirigió a la ducha, y se dio una ducha fugaz; salió con el pelo mojado, no importaba, aún hacía ese calor desesperante de finales de septiembre. Sostuvo la mano de Elvira durante un minuto sin decir nada, abrió la puerta y salió.

Su casa estaba solo a dos pisos por detrás de la de Elvira.

Aún temblando, abrió como pudo la puerta y fue directa a la cocina a preparar el sándwich de jamón cocido que tanto le gustaba a la pequeña Elo, mientras echaba las lonchas a su perrito Hally, un pequinés de unos siete años, que le movía su colita buscando, sin duda, sus cuatro o cinco lonchas mañaneras de cada día.

Es increíble cómo la vida sigue igual, como si nada, absolutamente nada, hubiera ocurrido. Su casa, igual, desordenada por la noche anterior, el cenicero lleno de colillas que Narciso, su prometido, dejaba todas las noches. Los sofás arrugados, llenos de pelos, ya que eran una familia más bien numerosa. Estaba ella, su Elo y Narciso, junto a Hally, Mimi y Mumi, sus dos gatas hermanas, recogidas de la protectora de animales cuando eran bebés y Juanita, su debilidad, su dulce y astuta conejita.

Recogió un poco como pudo la casa, puso una lavadora con su ropa y unas sábanas y se puso el pijama. Narciso no estaba ya en casa, no le sorprendió que no se hubiese percatado de su ausencia, él era así. Las piernas comenzaron de nuevo a fallarle cuando entró en la habitación de Elo. La encontró dormida, extendida en la cama con sus brazos y piernas abiertos. No era bonita, era simplemente perfecta, hecha por los dioses. Su largo cabello rizado color del fuego, sus bellas pecas recorriendo casi de forma ordenada todo su cuerpo. Mirar a esa pequeña le devolvía toda esperanza a Carmen pasara lo que pasara; nunca tuvo herencia económica tras la muerte de su madre, ni falta que le hacía, pues le dejó la más hermosas de las herencias, una verdadera réplica tanto física como emocional de cómo fue ella. Eso la consolaba.

Eloísa, sin duda, no era de este mundo.

Cuando su madre enfermó, Carmen creía que ya nada valía la pena, su madre era todo; si hubiese creído en Dios su madre hubiera sido entera y completamente su religión. Su mundo. Soñaba ser como ella, teñía su cabello, vestía igual que ella. Era su máxima en la vida.

Cuando murió, ella lo hizo con ella, y comenzó a vivir otra realidad, otra vida que, sin duda, no era ni para ella ni para sus hermanas.

¿Quién era Carmen? Al morir su madre, murió su personalidad..., estaba perdida. ¿Cómo era? ¿Qué le apasionaba ahora? ¿Qué es lo que estaba bien y qué no?

Tardó bastante tiempo en conocerse, situación que la asustó porque descubrió que no era como ella, como su diosa.

Por suerte y, como siempre, ahí estuvo Elvira para ayudarla y decirle que cada persona es distinta a otra, y que ella seguía siendo esa niña buena y noble de siempre.

Elvira, siempre Elvi, su salvavidas.

Cantando, como a Elo le gustaba, Carmen comenzó a despertarla llenándola de besos y abrazos, cosa que irritaba bastante a la pequeña.

—Vamos, loquilla, que llegarás tarde al cole.

—¡Qué bien, mamá, hoy es viernes y tengo gimnasia e inglés que me encantan, y después me recogerás y me llevarás a comer al chino y a casa de la abuela Ana a jugar. —A Elo le encantaba hablar y contar su día a día, era una niña alegre, activa y supercariñosa.

De vuelta del colegio, no podía seguir disimulando. Se tiró en la cama a llorar. La pastilla comenzaba a hacer efecto y se quedó dormida. Muchas emociones.

La despertó una llamada a las doce y media; era Elvi desde el trabajo. Cuando miró el teléfono tenía doscientos mensajes, todos de ella. Ahora sí tenía miedo, no de lo ocurrido ayer, sino de la bronca de Elvira.

—¿¡Estás loca o qué cojones te pasa!?, ¿¡qué quieres, que me dé un infarto!?

—Me quedé dormida. Madre mía, me duele todo el cuerpo y la cabeza.

—No ha salido nada en las noticias, nadie sabe nada y hoy a las diez estuvo la policía en el edificio por una revuelta de bandas y asuntos de drogas, y no han encontrado absolutamente nada.

—Pero ¿qué pretendes que haga?, ¿que lo olvide? Jamás podré hacerlo. Sé que esto me va a marcar y ya sabes cómo soy, lo que faltaba ahora es esto para que me explote ya la cabeza con las locuras y obsesiones. Se me meten en la cabeza miles y miles de preguntas y todas con final nefasto. Tengo el corazón fuera del pecho, no puedo respirar bien, me ahogo, no soy una persona fría que pueda sobrellevar esta situación, no puedo, no puedo... —Lo sé, mi niña, pero solo nos queda ser fuertes y seguir adelante. Tienes por lo que luchar y no hay nada que te relacione a ti con ese lugar. Tú has estado en casa toda la noche y fin de la historia. Y sabes que si caes, caigo contigo.

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