Seré la sustituta
Seré la sustituta
Por: Lucky
Seré la sustituta

Salvador no solía perder el control. Era un hombre acostumbrado a la presión, al escrutinio y a las expectativas impuestas. Su temple era casi una coraza. Sin embargo, aquel día, el umbral de su paciencia ya había sido superado. La ceremonia debía haber comenzado, pero la ausencia de Mónica, su prometida, eclipsaba todo. Los invitados aguardaban impacientes: el juez de paz, empleados de su empresa, socios, y hasta su padre —el mismo hombre que nunca dejó de subestimarlo—. Todos estaban ahí, menos ella.

El silencio expectante y las miradas fijas sobre él comenzaron a calarle como alfileres. Salvador apretó los dedos con una fuerza inconsciente, como si pudiera controlar el caos exterior mediante la tensión de su propia carne. Entonces, una figura familiar apareció: Sebastián, su amigo, el único en quien había confiado para encontrar a Mónica.

Una chispa de esperanza se encendió en su interior, aunque tenue, como una vela a punto de extinguirse.

—¿Y bien? ¿Dónde está Mónica? —preguntó con una urgencia apenas contenida.

Sebastián no respondió de inmediato. En su lugar, metió una mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un papel cuidadosamente doblado. Al pronunciar el nombre de Salvador en un susurro casi compasivo, parecía anunciar una tragedia más que una explicación.

Salvador lo miró, desconcertado.

—¿Qué es esto?

—Ahí está la respuesta.

—¿Qué? ¿Dónde está Mónica?

La impaciencia dio paso al presentimiento, y el presentimiento, al temor. Sebastián colocó la carta en su palma. El papel, ligero como una pluma, pesaba como una sentencia.

Con un nudo en la garganta, Salvador desdobló la hoja. Reconoció de inmediato la caligrafía de Mónica. Sus pupilas se contrajeron mientras avanzaba línea por línea. Al terminar, levantó la vista, buscando en el rostro de Sebastián algo que desmintiera lo evidente.

—¿Qué significa esto?

—Estaba en su puerta… Pero no es todo. Hablé con algunos vecinos. La vieron salir… con una maleta. No iba sola.

—¿Con quién?

—Con Josué.

El nombre fue una cuchillada. Salvador lo escupió con rabia.

—¿¡Josué!? ¿Estás hablando del maldito novio de Cristina? ¿Se largó con ese imbécil?

La incredulidad lo desgarraba por dentro. Había sido humillado, traicionado, y todo frente a los ojos expectantes de quienes menos debía fallarle, sobre todo él: su padre. Ese hombre que siempre lo había mirado con desdén, como si el fracaso fuera inherente a su existencia.

Y ahí estaba, entre los asistentes, con una media sonrisa ladeada que Salvador conocía bien. Una burla sutil, venenosa. Era demasiado.

Apretando el papel hasta hacerlo trizas, Salvador se dio media vuelta y salió del salón sin mirar atrás.

Sebastián lo siguió de inmediato, visiblemente preocupado.

—Salvador, sé que estás destrozado. Déjame llamar un taxi. Llévate el tiempo que necesites. Yo hablaré con los invitados. Cancelaré la ceremonia.

—¿Cancelar? —repitió Salvador, deteniéndose de golpe. Se giró hacia él, y sus ojos ardían con una mezcla de furia y orgullo herido—. Aquí no se cancela nada. La boda sigue… con o sin ella.

Sebastián lo miró como si no reconociera al hombre frente a él.

—¿Estás escuchándote? Mónica se fue. Nadie sabe a dónde.

—¿Y quién dijo que me casaría con ella? No permitiré que me dejen en ridículo, y mucho menos frente a mi padre. Hoy vine a casarme… y me casaré. Encuentra a quien será mi esposa.

—Esto es una locura, Salvador. No sabes lo que estás diciendo.

—Si tú no la buscas, lo haré yo mismo.

Entonces, Salvador vio a alguien salir del salón: una mujer con el teléfono pegado al oído y una expresión de angustia. Cristina Dupont. Su rival en la empresa. Su espina constante. La mujer con la que compartía más desacuerdos que palabras amables.

Sebastián adivinó su intención al instante.

—No pensarás en…

—Cristina Dupont —murmuró Salvador, con una sonrisa amarga.

—Ella es la amiga de Mónica… y la novia de Josué.

—Perfecto. Justo lo que necesito.

—Pero ustedes se detestan. Apenas se soportan.

—Con suficiente dinero, cualquier cosa puede arreglarse. Además, mírala… aún no sabe que su querido novio la dejó por mi prometida.

Sebastián negó con la cabeza, exasperado.

—Esto es un disparate. Lo lógico sería cancelar todo.

—¡Jamás! No dejaré que ese desgraciado me derrote también en esto.

—No creo que tu padre…

—He sido claro.

Ante su tono, Sebastián no insistió más. Se rindió, dolido y frustrado.

—Haz lo que quieras. Pero yo no seré parte de esto —y se alejó.

Salvador dirigió sus pasos hacia Cristina. Ella no se percató de su presencia hasta que, al girarse, lo encontró frente a frente.

—Oh… es usted —dijo, con una ceja levantada y el sarcasmo habitual en su voz.

—¿Esperas a alguien?

—Eso no le incumbe. No estamos en la oficina, no tengo por qué rendirle cuentas.

—Solo intento ser cortés. Pero si quieres respuestas, te las daré. Tu novio se fue con Mónica.

Cristina parpadeó, confundida.

—¿Perdón? ¿De dónde saca algo tan ridículo?

—¿Estás llamándolo? Apostaría a que va directo al buzón. Igual que Mónica. Adelante, intenta.

Cristina se quedó inmóvil. La duda comenzó a erosionar su escepticismo.

—Fueron vistos saliendo juntos. Maleta en mano. ¿Necesitas más evidencia?

Cristina calló. El golpe emocional comenzaba a reflejarse en su expresión.

—No tienes tiempo de procesarlo ahora. Tengo una propuesta —dijo Salvador con una calma artificial.

—¿Qué dice?

—¿Cuánto quieres por casarte conmigo ahora mismo?

El desconcierto en el rostro de Cristina fue absoluto.

—¿Está ebrio?

—¿Me ves ebrio? Hablo en serio. No me iré sin esposa.

Ella lo observó unos segundos, como si intentara descifrar si era una broma cruel o una locura auténtica. Luego, enderezó la espalda y respondió:

—Cuatro millones.

Salvador casi se atraganta.

—¿¡Cuatro millones!? ¡Eso es una locura!

—Pidió un precio. Ese es el mío. Si no le conviene, búsquese otra.

La furia hervía en su interior. Cristina siempre encontraba la forma de exasperarlo. Y sin embargo, allí estaba, considerando seriamente su propuesta. Su orgullo estaba herido, pero no muerto. Y su necesidad de no ser humillado pesaba más que cualquier lógica.

—Está bien. Los tendrás. Pero será en pagos, durante un año. No esperes todo junto. No confío en que no desaparezcas con el dinero.

—No soy una mujer que rompe promesas. Tiene mi palabra… y mientras usted también cumpla la suya... Seré la sustituta.

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