Me despierto acostada en la cama del hospital. Me doy cuenta que comienzo a desarrollar la costumbre de ser de esas típicas embarazadas, que todas las semanas terminan en el hospital por anemia, mareos o cualquier malestar asociado con el embarazo. Odio sentirme débil, odio tener dolor en el cuerpo y sentir que no puedo mover un solo músculo. Miro a todas partes, parpadeando para acostumbrar mis ojos a la luz tenue de la habitación.
—¿Dónde está mamá? —Pregunto, desde que veo a Rosita que se acerca.
—Cariño, ¿estás despierta por fin?
—Pues sí te estoy hablando, creo que sí. —Digo con voz adormilada. Casi no me reconozco, la garganta me come y la lengua me pesa. —Porque me siento tan embobada?
—Te dieron medicamentos para controlar el dolor del vientre.
Entonces lo recuerdo, el motivo por el que estoy en