7. Muñeca rota

Elizabeth mantuvo los ojos cerrados, fingiendo dormir a pesar de que escuchó a su esposo moverse por la habitación. Y sabía que estaba actuando como una cobarde, pero ya había agotado sus reservas de valentía y energía para seguir discutiendo, escuchar sus mentiras u obligarlo a confesar.

El sonido de las gavetas siendo azotadas le erizaron la piel, pero se negó a mirar. Su corazón comenzó a latir más rápido al sentir el aroma maderado de su loción tan cerca y aun así no se movió. Escuchó la gaveta de su lado abrir y cerrar, y aunque la curiosidad era enorme, no cedió.

—Deberías estar agradecida de que tu amiga sea tan sensata. Cualquier otra mujer te demandaría por calumnias —dijo Richard, muy cerca, pero su tono desprovisto de emociones le provocó un nudo en la garganta.

Lo sintió alejarse y abrir las puertas dobles de su habitación. Pensó que se había marchado, pero su voz la puso en alerta otra vez al decir:

—Quizá deberíamos considerar hablar con un psiquiatra. Tu comportamiento
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