Los golpes eran tan fuertes que la lámpara del recibidor tembló.
Ana despertó sobresaltada de su sueño. Se levantó irritada, encendió la luz, salió de la cama y caminó hacia la puerta. El videoportero mostraba la silueta de un hombre alto que, pegado a la puerta, golpeaba insistentemente con el puño.
Ana no podía distinguir su rostro.
Sin dudar, llamó a administración. Mientras esperaba que llegaran, el hombre seguía golpeando sin descanso, variando la intensidad: de suave a fuerte, y luego de fuerte a suave.
Ana no pudo evitar admirar su perseverancia.
Cinco minutos después, el personal de administración llegó con seguridad. Intentaron sujetar los brazos del hombre, pero antes de poder tocarlo, recibieron un puñetazo.
La situación se volvió caótica. Dos guardias fornidos no eran rival para un borracho.
Ana observaba desde dentro, incrédula. Tras pensarlo detenidamente, abrió la puerta.
Entre varios quejidos, propinó una patada a la rodilla del borracho y, aprovechando su desconcierto,