Retiro mi amor, ya no tienes que fingir
Retiro mi amor, ya no tienes que fingir
Por: Aurora Vega
Capítulo 1
Después de colocar la urna con las cenizas de su madre, María recibió una llamada de su tía.

—María, tu madre ya no está… y me preocupa que te quedes sola en el país. ¿Por qué no vienes a vivir conmigo al extranjero?

María guardó silencio durante varios segundos, como si estuviera tomado una decisión que cambiaría aún más su vida, y respondió con solemnidad:

—Sí.

—¿En serio? ¡Qué alegría me das! —la voz de su tía rebosaba de felicidad al otro lado de la línea—. Pero… me dijeron que te casaste. ¿Tu esposo estará dispuesto a mudarse contigo?

Al escuchar esto, María sonrió y suspiró.

—No te preocupes por eso. Nos divorciaremos pronto.

Antes de colgar, se escuchó un alboroto en la entrada de la casa.

Alejandro Fernández había regresado.

María apenas levantó la mirada, sin salir a recibirlo como solía hacer.

Y justo en ese momento, Laura Fernández, la hermana de Alejandro, entró con aire triunfal, exclamando:

—Alejandro trajo a Patricia. Pronto te echarán de aquí, ¡impostora!

—¿Impostora? —preguntó María, frunciendo ligeramente el ceño.

—Cuando veas a Patricia, lo entenderás —contestó Laura, con una sonrisa arrogante.

Apenas terminó de hablar, Alejandro entró con Patricia Velasco del brazo. Detrás de ellos venía el chofer, cargando varias maletas, mientras Patricia sostenía un enorme ramo de rosas.

Las flores de un rojo intenso y deslumbrante hicieron que los ojos de María se enrojecieran involuntariamente.

Así que para ella sí había tenido tiempo de comprarle flores…

En cinco años de matrimonio, Alejandro jamás le había regalado ni una sola.

—María, Patricia acaba de regresar al país y aún no encuentra dónde vivir —dijo Alejandro, con la vista fija en Patricia—. Así que se quedará aquí por un tiempo. Prepara para ella la habitación de huéspedes, la que está junto a la mía.

No era una consulta, sino una orden. Como si no fueran esposos, como si ella no fuera más que una sirvienta en esa casa. Como si no necesitara su consentimiento para que alguien se quedara, pero sí su esfuerzo para preparar la habitación.

—Alejandro, yo puedo limpiarla, no hay que molestar a María —dijo Patricia, levantando la cabeza.

Fue entonces cuando María la vio de frente.

Se quedó paralizada. Como si el tiempo se hubiera detenido. Ahora entendía por qué Laura la había llamado «impostora»…

Patricia tenía un rostro increíblemente parecido al suyo. Solo que ella era más suave, más sencilla, mientras que Patricia tenía ese porte altivo, casi de princesa consentida.

Así que… era eso.

De pronto, María sonrió con amargura, mientras disimuladamente secaba las lágrimas de sus ojos.

Ahora todo tenía sentido.

Ella siempre había tenido mala suerte. La vida nunca había sido amable con ella. Su madre, su único sostén, murió el día de sus cumpleaños.

¿Cómo una mujer como ella, sin fortuna, sin apellido, iba a casarse por casualidad con un heredero de una poderosa familia?

La respuesta era simple…

¡Ella solo había sido un reemplazo!

—¿Por qué lloras? ¿En serio? Patricia solo se quedará unos días, ¿y ya estás llorando? ¡Qué mezquina eres! —se burló Laura, con desprecio.

María se apresuró a negar con la cabeza, tratando de mantener la compostura.

—No, no tiene nada que ver con Patricia... —comenzó a decir.

Pero, antes de que pudiera terminar, Patricia ya tenía los ojos llorosos:

—Mejor me voy… No quiero afectar su matrimonio —murmuró, con tono de mártir.

El rostro de Alejandro se ensombreció al instante.

—No te irás —la detuvo, antes de ordenar, con un tono que no admitía réplica—: ¡En esta casa mando yo! ¡Flavio, sube las maletas!

El chofer levantó la mirada, incómodo, y dirigió una mirada a María, sin moverse.

Al notar esto, Alejandro también miró a María.

—¿Tienes alguna objeción? —preguntó con superioridad, con un tono que incluso llevaba un matiz de amenaza.

María continuó negando con la cabeza, sonriendo con los ojos enrojecidos.

—No tengo ninguna objeción —aseguró—. Bienvenida, Patricia.

No tenía objeciones, por supuesto que no. ¿Qué objeciones podría tener una persona a punto de marcharse?

Se retiraría con dignidad, cediendo su lugar, y se iría para siempre, para no regresar jamás.
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