3 Sonámbula

A penas podía respirar, el calor era demasiado sofocante, me quité la parte de arriba del pijama quedando en camiseta interior. Seguía siendo imposible conciliar el sueño, ya era de madrugada, estaba condenada a pasar el sábado noche despierta.

Comprobé si tenía fiebre, el termómetro marcaba 20° fuera y 36° en mi cuerpo. Sin duda, mi subconsciente trataba de enviarme un mensaje en forma de malestar.

Lúa tenía razón, la luna estaba impresionante, salí al jardín motivada por su extraña atracción. No paraba de sudar, pero la sensación se volvió placentera. Es difícil explicar porqué me tumbé sobre el césped y dejé escapar una suave melodía (mayormente suspiros). Como si fuera una nana, me quedé en un estado entre la vigilia y el sueño, hipnotizada por la nada.

No estaba segura de si soñaba o no, abrí los ojos debido a que sentí un roce suave. Piel de mamíferos. Respiraciones húmedas contra mi cuello. Era cómo si estuviese drogada, todo se tambaleaba en torno a mí.

Eran lobos, un lobo negro, uno pardo y otro blanco.

No podía evitar acariciarlos, como si fueran tiernos corderitos, claramente no estaba en pleno uso de mis facultades.

—¡Niña!— la abuela gritó desde la puerta, haciendo que los animales huyeran despavoridos.

—Tranquila yaya.— la tomé de la mano, odiaba que se asustase.—No pasa nada, es hora de dormir ¿lo recuerdas?

—Dormir... sí... es hora de dormir.— la llevé hasta su cama y me fui a mi habitación.

Me dediqué a mirar por la ventana mientras trataba de entender qué había pasado sin éxito, los lobos no volvieron, pero sus aullidos a la luna fueron constantes.

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