XIX El beso del demonio

Esta vez no h**o una blancura cegadora cuando Samantha se despertó. Estaba en la habitación de su jefe, pudo notar por la tenue luz que entraba a través de las cortinas, que seguían en su lugar pese a ya ser de día. Él estaba sentado en el sillón, a varios pasos de la cama. Notó su silueta, más no su expresión.

—¿Qué pasó? —preguntó, mirándose toda lastimada y adolorida.

—Lo hicimos —dijo él, con gravedad.

—¿Qué hicimos?

—¿No lo recuerdas?

Samantha se tocó la cabeza, le palpitaba como si le hubiera crecido un corazón. Intentó hacer memoria. Todo su cuerpo parecía anestesiado, como si flotara en el cielo. ¡El cielo! Unas crípticas imágenes y placenteras sensaciones le llegaron, fragmentadas, imposibles de unir para recrear algo que no fuera un sueño sucio. Y con un ángel. Eso ya sobrepasaba todos los límites de la decencia y la moral. Tal vez ir tanto a la iglesia le estaba haciendo mal. 

Nada de eso podía decírselo a su jefe, no señor,

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