Pedro esperaba en la sala de interrogatorios esperando a que alguien se presentara. Del otro lado, el sargento y Freire lo observaban con desprecio, querían ir con cuidado para que confesara antes de llamar a un abogado. La estrategia era simple, ese monstruo se pasaba el día borracho, habría que esperar a que tuviera sed.
Al cabo de dos horas entró un agente con un monitor, detrás llegaban Freire y el sargento. Habían acordado que Freire llevaría la voz cantante, pero no estaba seguro de que su compañero fuera capaz de permanecer callado.
— Buenas tardes — Freire se sentó en la silla de la derecha, otro día sin comer.
— Malditos hijos de puta — gritó fuera de sus cabales —. Me habéis hecho esperar todo el puto día. Vagos de m****a. — Tenía la ropa sucia y las ojeras marcadas, como si no hubiera pasado por casa en varios días.
— Cállate — le ordenó el sargento que en seguida se había puesto rojo. Intentaba frenar su genio.
— ¿Por qué estoy aquí? — intentó hinchar el pecho, acostumbrado