Prólogo
Gema escribe en su diario, como todas las noches… Algo me unía a él desde siempre. ¿El llamado hilo rojo, tal vez? Siempre sentí una especie de ahogo, una falta, un vacío dentro de mí. No sabía qué era… hasta que lo volví a ver. A él. ¿Cómo puedo explicar este fuego por dentro, esta llama que se encendió apenas cruzamos miradas? El vacío que me acompañaba se desvaneció cuando estuve en sus brazos. Sí, en sus brazos. Aun sabiendo que era un hombre prohibido, no pude resistirme. Y él tampoco. Provocamos el uno en el otro la misma necesidad, el mismo temblor. Cada vez que me tocaba, lo hacía con una pasión que ardía. Su respiración, entrecortada y suplicante, me hacía delirar. En ese momento, era yo quien comenzaba a pedirle mis deseos… y él los cumplía. Me llevó a descubrir fantasías que no sabía que habitaban en mí. El tacto de su piel, su aliento agitado rozando mi oído, su mirada que me desarmaba. Esa conexión —tan profunda que las palabras sobraban— me invitaba, me tentaba, me arrastraba a su mundo. Y su sonrisa… ¡Dios! Cuando sonreía, tocaba el paraíso. Más aún cuando lo hacía cerca de mí, mientras sus manos dibujaban placeres sobre mi piel. Pero debo mencionar a Sam, el hombre que irrumpió descaradamente en mi vida, y en mi relación con Víctor, de una manera tan sutil y elegante como solo él puede hacerlo. Sam es distinto. Misterioso. Atractivo no solo por su cuerpo, sino por su mente. Me gusta… demasiado, quizás. Su seriedad me enamora, su distancia me intriga. Nunca llegué a conocerlo del todo; cada vez que creía entenderlo, él me mostraba una nueva faceta, tan brillante como perturbadora. Con Víctor siento pasión. Con Sam, obsesión. Y entre ambos, me pierdo. Ellos dos me obligan a tomar una decisión, pero ¿cómo elegir entre dos mundos que me desarman de manera tan distinta? Los dos me ofrecen momentos terribles, y eso mismo me hace dudar. A todo esto se suma la relación con mi padre… una historia marcada por la idealización y la decepción. Durante años creí que era el hombre perfecto, hasta que conocí su verdad. Las tradiciones de mi familia son una prisión, y aunque no las acepto, tampoco puedo romperlas sin causar una tormenta. Antes de que me obligara a casarme con Alan —el hombre que él eligió para mí— papá solía entrar a mi habitación cada noche. Me besaba la frente, me tomaba las manos y me repetía lo que debía y lo que no debía hacer con mi vida. Ahora esa tarea se la cedió a Alan. Él me vigila, me sigue, me controla. Y cada cosa que hago termina siendo contada, juzgada, condenada. A veces siento tristeza. Otras, una bronca que me quema. Pero es imposible razonar cuando el corazón se interpone. Esta mañana, antes de abordar el avión de regreso a Buenos Aires, tuve una sensación extraña. Mientras caminaba sola por las calles de Venecia, me detuve frente a un camino que recorría todas las mañanas. Lo hacía para escapar, aunque fuera por un momento, de Alan. No entendía por qué no podía apartar la vista de ese lugar. Había algo en él que me llamaba, que me dolía. Entré a un bar para tomar un café. Me senté junto a la ventana, desde donde podía seguir mirando ese camino. La brisa me acariciaba el rostro, y fue entonces cuando un recuerdo enterrado emergió de pronto. De niña, un hombre visitaba seguido a mi padre. Trabajaban juntos. Cada vez que venía, yo lo observaba en silencio. Era tan atractivo… me guiñaba un ojo al pasar, y eso bastaba para hacerme soñar toda la noche con él. ¿Por qué, después de tantos años, su recuerdo volvió a mí con tanta fuerza? Papá dice que aún lo ve, que siguen hablando de negocios. Pero ya no lo hace como antes. Quizás porque ahora, cada vez que pienso en ese camino, siento que algo —o alguien— está a punto de volver. Gem.