Omega Rechazada
Omega Rechazada
Por: Jules Liz
Expulsión

Creí que sería sencillo permanecer en mi manada, después de todo eran mi propia familia. La vida normal que llevábamos era, por mucho, la más soñada para cualquiera. Autos de lujo importados, comidas de alto nivel y desde luego, una casa enorme con un cuarto para cada uno de los hermanos. Mi madre y padre habían tenido siete hijos, yo era la hija del medio, sin casi importancia y también, sin ningún talento.

Antes de asistir a ese baile, en el que se anunciaría si yo podía seguir permaneciendo en la manada, maquillé mi rostro. El labial rojo contrastaba con mi tez morena y peiné mi cabello castaño hasta que quedó lacio, brillante como la seda.

—No estás lista todavía. —dijo mi hermana Rosset, ella se veía esplendida. —Santo cielo, cuanto tardas en cambiarte.

No era sencillo para mi encontrar un atuendo adecuado para el día más importante de mi vida. Escogí una blusa ceñida de color azul con una falda larga, elegante. Quería verme lo más seria posible.

—Estás bella, Lysa. —sonrió mientras me abrazaba.

—No me adules, hermana, sabes lo que ocurrirá hoy. La reunión de la manada no es otra cosa que mi sentencia de muerte. —me lamenté, buscando evitar que el llanto se me escapara.

—Eso no es cierto. No vas a morir si deciden que no eres apta para quedarte y eso tampoco es definitivo. —Rosset hizo una mueca esperanzada.

—Claro que lo es. —la miré fijamente, ella no se atrevería a mentirme mirándome a los ojos. —No debo recordarte lo que pasará, eres una buena estudiante. Los lobos dirán que soy la omega más débil de la manada y eso significará mi expulsión. Porque eso soy, la más débil.

—Oh, Lysa, cuanto lo siento. —Rosset quebró en llanto al darse cuenta que no podía seguir mintiéndome. —Te quiero mucho, hermana.

—No importa, no te encariñes conmigo, tu sabes lo que pasará. —cerré los ojos, imaginando el escenario.

Los lobos de la manada, ancestralmente, escogían distintos rangos para medir las capacidades de cada uno. Él alfa siempre era el más fuerte y él beta, el segundo al mando. Los omegas eran parte también, porque peleaban como equipo. Sin embargo, siempre se seleccionaba al más débil de toda la manada para expulsarlo al mundo de los humanos, para que la familia no tuviera que tener esa debilidad.

Yo lo sabía, nuestra historia lo marca así. Entrené por tanto tiempo sin nada de resultados, buscando hacerme más fuerte. Levanté pesas, corrí kilómetros, pero mi forma de loba siempre era tan delgada, en los huesos, de tamaño pequeño y con los colmillos tan frágiles. No servía para defender nada, a la primera señal de pelea moriría.

Rosset me acompañó al salón del baile y entramos juntas, tomadas del brazo. Ella siempre fue mi hermana favorita. Los demás también estaban allí, mi familia completa, mis seis hermanos, los casi diez tíos y los otros parientes.

Se hallaban en sus formas de lobo, tan grandes, imponentes y aterradores. Sentí como el miedo me hacía temblar de pies a cabeza. Yo estaba en mi forma humana, con los ojos llenos de lágrimas.

El que pasó al frente fue mi padre, convertido en el enorme lobo rojo que era. Gruñó frente a todos para mostrar su fuerza. Hacía tiempo que no era el alfa, porque mi hermano lo destronó cuando cumplió la mayoría de edad.

—Lysa, la hija número cinco. —dijo mi padre con voz solemne. —Hemos de ver tu transformación para así juzgar tu destino.

El momento que más temía, pero no tenía caso seguir retrasándolo. Me transformé en esa loba de color plata y blanco, tan esquelética que daba lastima mirarme y mi pelaje era tan seco y opaco que parecía a punto de caerse enteramente.

Noté las miradas de pena de los presentes, incluso oí los comentarios hacia mi condición. Era una loba fallida, un error en la naturaleza, la omega más fea que existía. Ningún lobo fuerte me escogería como mate.

—Vuelve a tu forma humana, hija. —fueron las palabras de mi padre.

De una caja color rojo, con incrustaciones en piedras negras, extrajo una moneda con un cordón atado, un collar antiguo. Lo puso en mi cuello.

—El símbolo del pequeño, del menor. —musitó. —El que te pertenece, Lysa, eres la omega que falló.

Su voz retumbó en la sala y mi madre quebró en llanto. Claro, era de esperarse, esa moneda traía la desgracia y todos allí lo sabían. Mi estomago comenzó a dolerme horrores por los nervios.

Cuando la moneda tocó mi piel, empecé a sentirme cada vez más mareada, con la piel de gallina y la cabeza tan pesada. Estaba comenzando a olvidar. Lo escuché muchas veces, era la historia de los lobos. Cuando una omega era expulsada al mundo de los humanos, se la obligaba a dejar sus recuerdos muy atrás. El secreto de los lobos debía permanecer intacto.

Mi madre comenzó a caminar hacia mí para abrazarme, estos serían los últimos minutos que la recordaría antes de desaparecer para siempre. Se oían los quejidos y el llanto de mi hermana Rosset, yo también iba a extrañarla muchísimo.

—Te amo y lo haré siempre, querida hija. —dijo mi madre, besando mi frente. —Que tu vida siga siendo feliz, ahora serás libre de lo que alguna vez fue tu cárcel. No mas manadas, no mas rangos ni alfas ni omegas.

La abracé con la poca fuerza que me quedaba, pronto estaría inconsciente. Mi mente se apagaba y mi vista, se nublaba poco a poco.

—Lysa Reccuse queda eliminada de la manada del alfa Goth. —esta era la voz de otro, al cual comenzaba a olvidar. —Ella será expulsada a las tierras de los humanos, donde vivirá sin recuerdos de lobo, sin la capacidad de transformarse, sin la riqueza ni posesiones materiales de su familia y sin su apellido. Queda prohibido terminantemente su regreso y si lo intenta, la muerte será su condena. Nadie podrá verla nunca más, ni siquiera una sola vez, a menos que quiera ser acusado de traición.

Lloré, en los brazos de mi madre, porque no volvería a verlos. Mi familia ya no existiría para mí, ni la riqueza, ni los lujos, ni mi enorme cuarto de la casa. No tenía idea de donde iría a parar, mi vecindario de lobos era lo único que yo conocía por hogar.

Miré a todos una última vez antes de caer dormida al suelo, cuando la medalla me quemó cerca del cuello e hizo su efecto máximo. El dolor me recorrió hasta los pies, dejándome inconsciente.

Lo último que vieron mis ojos fue la triste imagen de mi madre y Rosset aferradas a mí, luchando para que no me llevaran. Los otros lobos estaban atacándolas y yo, no podía hacer nada para cambiar mi situación.

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