Todo mi cuerpo se tensó y me di la vuelta rápido.
Vi a Mateo recargado en la puerta del restaurante, con una mano en el bolsillo, fumando tranquilo.
El humo se deshacía en el aire, llevado por el viento.
Me miraba directo, sin apuro, pero había algo en sus ojos que presionaba.
Quité la mano de la puerta, le dije al taxista “perdón” y caminé hacia él.
La cara de Mateo no mostraba emoción, pero sus ojos eran intensos.
No me gusta mirarlo directo porque siento que puede ver todo lo que pienso.
Bajé la mirada, me acerqué y le sonreí un poco:
—¿Mateo? ¿Todavía sigues aquí? Pensé que ya te habías ido, dejando a alguien sola otra vez.
—Hace rato dijiste que ibas al aeropuerto… —dijo con una voz seca, como si se aguantara el enojo—. ¿Vas a escapar?
Sentí el corazón agitarse.
Este hombre siempre adivina todo lo que pasa por mi cabeza.
Traté de parecer tranquila y sonreí:
—¿En serio, Mateo? Me pagas cien mil al mes, ¿cómo voy a huir?
—¿Entonces por qué vas al aeropuerto? —preguntó.
—Mira, me dej