Mundo ficciónIniciar sesión"SEMANAS ANTES"
El tintineo del cristal de champán era una tortura. Cada resonancia, cada burbuja ascendiendo en las copas de los invitados que pululaban por el inmenso salón, era un puñal que se clavaba más hondo en el corazón ya desgarrado de Lira. Se aferraba a la copa vacía en su mano, el tallo frío contra sus dedos temblorosos, pero no había frío comparable al que sentía en el pecho. Un frío que calaba hasta los huesos, provocado por la visión que se extendía ante ella. Allí estaba. Simon. Su Simon. El hombre que había prometido ser su ancla, su refugio, el arquitecto de su futuro compartido. Estaba de pie en el centro del salón, bajo un arco de rosas blancas que, hasta hacía una semana, Lira creyó que enmarcarían su propia ceremonia. Pero el destino, con su crueldad inherente, había reescrito el guion, y ahora esas flores adornaban la boda de Simon... con otra mujer. Una rubia de cuento, envuelta en un vestido de seda que brillaba bajo las luces como oro derretido. Un vestido que, Lira no dudaba, costaba más que los años de ahorros que ella había destinado a su propia modesta boda y el pequeño adelanto para la casa que nunca tendrían. La rubia reía, una risa cristalina que a Lira le sonaba a monedas cayendo, a un himno a la riqueza y al desprecio. La mano de Simon rodeaba la cintura de esa mujer, posesiva, descarada, una imagen tan íntima que le quemaba las retinas. Y lo peor, su sonrisa. Esa sonrisa, esa misma curva de labios que una vez fue el faro de Lira, ahora era un trofeo exhibido para el deleite de otra. Se sentía transparente. Una mota de polvo en el suntuoso aire del salón, presenciando cómo su universo implosionaba en un espectáculo de ostentación. La semana anterior, Simon la había mirado con esos mismos ojos, esos mismos ojos color miel, y le había susurrado promesas vacías al oído en el humilde café donde habían compartido incontables citas. —No puedo, Lira. —Había dicho, su voz apenas un hilo, sus ojos esquivando los de ella como si la verdad fuera una daga afilada. —Mi familia... ellos esperan más. Una fortuna. Una posición. No puedo darte la vida que mereces. Tú... eres demasiado buena para este mundo. Demasiado... sencilla. La palabra "sencilla" había resonado en su mente como una condena. Demasiado sencilla para un mundo que la ahora prometida de Simon, con su linaje de apellido y su cuenta bancaria ilimitada, representaba a la perfección. Mentiras. Todo había sido un velo tejido de mentiras para ocultar su verdadera naturaleza, su ambición desmedida. La vida que él quería, no era una vida con amor y sencillez, sino una de lujo y poder, y la estaba compartiendo con la mujer que ahora lo besaba en público, ajena a la invisible Lira. Y Lira, con su modesto apartamento, su trabajo como asistente que amaba y sus sueños tejidos de hilos de felicidad común, había sido desechada sin miramientos, como un objeto sin valor. Un nudo de náuseas se le ató en el estómago, apretando su garganta hasta el punto de la asfixia. No era el nerviosismo de la confrontación, ni el dolor agudo de un corazón roto, o al menos, no solo eso. Era algo más visceral, algo que la había acompañado las últimas mañanas, una sensación persistente de malestar que no podía ignorar. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en el test de embarazo, escondido en el fondo de su bolso, sin usar. Un pensamiento fugaz, tan fugaz como la esperanza tonta que aún se aferraba a la idea de que quizás, solo quizás, Simon volvería en sí. Pero ahora, con el sonido de su risa resonando en el salón, esa esperanza se hizo añicos, pulverizada en mil pedazos. Necesitaba escapar. Cada mirada curiosa, cada susurro compasivo de los pocos invitados que la reconocían como "la ex", era una puñalada. El aire en el salón era denso, sofocante, cargado con el perfume caro de la felicidad ajena. Se sentía como si las paredes se cerraran a su alrededor, amenazando con aplastarla. Se giró bruscamente, buscando la salida más cercana, dispuesta a huir sin importar el qué dirán. Mientras se abría paso entre la multitud, una figura imponente se interpuso en su camino, deteniéndola en seco. No era Simon. Este hombre era diferente. Más alto, más oscuro, con una presencia que dominaba el espacio sin necesidad de hablar, una aura de poder que se proyectaba sin esfuerzo. Su traje era impecable, negro como la noche sin estrellas, hecho a medida, revelando la musculatura esbelta pero poderosa debajo. Sus ojos... su mirada era un pozo de acero. La intensidad de sus pupilas oscuras la recorrió de pies a cabeza, no con lascivia, sino con una fría, casi clínica, evaluación. Era Knox Spencer. El mismísimo magnate del que hablaban los periódicos económicos y las revistas de sociedad, el nombre que la élite mencionaba con reverencia o envidia. El hombre cuya boda con la hija de un magnate petrolero se rumoraba que sería el evento social del año, una unión estratégica de imperios. Por un instante, sus miradas se encontraron, atrapadas en un lapso de tiempo suspendido. Lira sintió un escalofrío que no tuvo nada que ver con el frío del salón, sino con la pura fuerza de la presencia de Knox. La expresión de Spencer era indescifrable, una mezcla de desinterés aristocrático y algo más... ¿reconocimiento? ¿Una chispa de la misma humillación que sentía ella? Porque un rumor, un susurro silencioso y malicioso, corría por los pasillos desde hacía días: la prometida de Knox Spencer también lo había dejado en el altar. No por otro hombre cualquiera, sino por el mismísimo Simon, el ahora flamante esposo de la rubia que acababa de robarle el futuro a Lira. El aire entre ellos se cargó de una electricidad tensa, casi palpable. Era como si el universo, con su retorcido sentido del humor, se hubiera reído de ambos, uniéndolos momentáneamente en su desgracia compartida, un vínculo silencioso de humillación pública. Lira bajó la mirada primero, incapaz de sostener la suya por más tiempo. Se desvió rápidamente, el corazón latiéndole como un tambor de guerra en su pecho. Salió del salón, buscando el aire fresco, el anonimato que le prometía la noche. Afuera, la brisa fría la golpeó con la fuerza de una bofetada. Las luces de la ciudad brillaban indiferentes, ajenas a su miseria. Se llevó una mano al vientre, apenas perceptible bajo su vestido sencillo, y la otra a su bolso. El test. Tenía que hacerlo. Tenía que saber. La verdad se había vuelto una necesidad ineludible, una daga de doble filo que temía y ansiaba a la vez. Mientras el coche de Knox Spencer, un deslumbrante deportivo negro que costaría una fortuna astronómica, pasaba a toda velocidad por la calle, dejando una estela de lujo, poder y desapego, Lira sintió un pinchazo agudo de rabia. Él, como Simon, pertenecía a ese mundo. Un mundo que la había escupido sin piedad, un mundo de conveniencia y riquezas donde el amor era una moneda de cambio barata. Lo que Lira no sabía, mientras el deportivo se perdía en la noche, era que esa mirada gélida de Knox Spencer no había sido de desinterés. Había sido de cálculo. De observación. Y la rueda de la venganza, para ambos, acababa de empezar a girar, arrastrándolos a un destino entrelazado que cambiaría sus vidas para siempre. El test en su bolso, silencioso y a la espera, era solo el preludio de la tormenta.






