Capítulo 2. HAZLO EN UN IDIOMA QUE ENTIENDA

—No tenemos por qué empezar ya mismo—dijo Gabriel mirando a una muy sonrojada y de repente muda Marypaz.

Después de que la directora Elvira, tía de Marypaz, se encargara de arruinar nuestro santuario personal con dos intrusos nuevos y muy atractivos, nos dejó a solas. Gabriel se subió al mesón frente a nosotras y su hermano se quedó parado recostado a la pared con los brazos cruzados y luciendo bastante fastidiado.

Como Marypaz seguía sin hablar me tocó intervenir: —Podemos comenzar mañana si quieren y por lo pronto pueden sacarle copia a nuestros apuntes de las clases de hoy—ofrecí bajo su atenta mirada. Mis manos temblaban y no sé cómo logré que mi voz no lo hiciera.

—¿Pourquoi avons-nous besoin de mentors?- ¿Por qué necesitamos mentores?—preguntó Rámses a su hermano con una mueca de fastidio en sus ojos, más como una queja que como si esperase una respuesta sincera

—Nosotras tenemos los mejores promedios del instituto y si ustedes quieren aprobar necesitaran ayuda— respondí clavando mi mirada en Rámses comenzando a molestarme por su actitud—. El nivel del instituto es muy alto.

Vi a Gabriel sonreír con suficiencia, complacido por la altanería de mi respuesta, en cambio Rámses alzó una ceja como si dudase de mis palabras. Él no me intimidaba, por el contrario su mal humor y su actitud arrogante me tenían cansada y eso que yo me caracterizaba por tener grandes dotes de paciencia. En cambio, Gabriel, con su sonrisa brillante y su mirada dulce, lograba hacerme sonrojar con gran facilidad.

El timbre sonó anunciando el fin del almuerzo y el inicio de la próxima clases. Habíamos acordado que los chicos se llevarían nuestros cuadernos para sacar las copias y que estudiaríamos juntos para los exámenes que vinieran, hasta que se nivelaran. Caminé hasta el salón seguida de cerca por Marypaz y Gabriel, quien intentaba sacarle conversación a mi penosa amiga.

Sentí una pequeña puntada de celos por primera vez. Quería ser yo el objeto de su atención, tampoco es que le deseaba mal a mi amiga, pues dentro de los celos me alegraba por ella, pero siendo brutalmente sincera, ella tenía el típico cuerpo que todos los chicos miraban y rostro bastante bonito, enmarcado con un cabello cobrizo largo y sedoso; en cambio yo que también era delgada, tenía más pierna y trasero de lo que deseaba y un cabello negro un tanto enrulado y rebelde, más rebelde que enrulado para ser sincera. El único rasgo que me encantaba de mi eran mis ojos, gracias a Dios había heredado los ojos de mis abuelos: ojos café con bordes verdes, pero nadie se enamora de unos ojos solamente.

Los días habían pasado muy rápido y como era de esperarse los profesores suspendieron todos los exámenes para la próxima semana, con la intención de que los nuevos chicos pudieran adaptarse. Gabriel parecía que hubiese estudiado desde jardín infantil con todo el instituto, su personalidad carismática y alegre le había asegurado ingreso en todos los posibles grupos de estudiantes, y con él a pesar de lucir muy reacio, también había ingresado a Rámses; sin embargo era a Gabriel al que siempre veíamos jugando en la cancha con otros chicos, -porque si, habíamos conseguido un pupitre menos precario que nos permitiera asomarnos por la ventana- o rodeados de chicas que lo que hacían eran exhibir sus bellas sonrisas y sus amplios escotes. En cambio Rámses permanecía impasible en su propio mundo, siempre dentro de su teléfono como si la vida se le fuese en ello.

Así que las tutorías solo se habían limitado a prestarles nuestros apuntes e intercambios penosos de preguntas cuando no lograban entender algún jeroglífico de los que llamábamos escritura. Aunque en defensa de la verdad, era Gabriel quien hacia toda la interacción, como si fuese el vocero oficial de Rámses, y con franqueza lo prefería.

Ahora, la próxima semana si sería otra historia, porque tendríamos un examen en cada una de las materias gracias a los gemelos fantásticos.

—Me gusta mucho Mia—se lamentó Marypaz casi al final de la semana y mientras esperábamos a que nuestros padres vinieran a buscarnos—.

—Y yo creo que tú le gustas a él—le respondí con sinceridad—. Deberías hablarle, invitarlo a salir, no sé. Algo

—Oh no podría, ¿estás loca? Si apenas puedo respirar cuando estoy con él, además a ti también te gusta, no quiero que eso nos traiga problemas.

—Que va Pacita si tú tienes más posibilidades que yo, tienes que aprovecharlas. ¿Qué clase de amiga sería si por solo egoísmo te hiciera ignorar esa oportunidad?—dije con franqueza, pero también con un pequeño nudo en mi garganta.

— Olá ¿como estão?- Hola ¿Cómo están?— Gabriel se acercó a nosotras, interrumpiendo nuestra conversación.

—Hola—respondimos casi al unísono, casi culpables.

—Qué bueno que las consigo. La próxima semana será una locura con los exámenes. ¿Creen que puedan ayudarnos este fin de semana a estudiar?—preguntó haciendo pucheros, como si el necesitase rogarnos para pasar tiempo con él, o como si ya no fuese lo suficientemente lindo para convencernos.

Le di una rápida mirada a mi amiga para buscar su aprobación.

—Por supuesto—, respondí—. Puede ser en...—miré a Pacita, buscando ayuda, pero ella solo me señalaba a mí por detrás de la espalda de Gabriel— en mi casa— terminé bajo el semblante de alivio de mi amiga—.

Le indiqué la dirección y el número de teléfono de mi casa. Yo era muy reacia a entregar mi número celular y la verdad es que creo que sería una tortura tener su número de teléfono, tentándome, cuando se suponía que yo no debía sentir nada por el chico por el que mi mejor amiga suspiraba.

***

El timbre de la casa sonó despertándome. Mi mamá era el ser más despistado de la faz de la tierra, por lo que era propensa a siempre extraviar todo: cualquier juego de llaves, papeles, cartera, e incluso una vez el auto. Me levanté de la cama como un autómata y con mi cabello enmarañado y arrastrando los pasos bajé las escaleras para abrir la puerta.

—Mamá juro que te colgaré la llave en el cuello...—dije abriendo la puerta en medio de un inmenso bostezo—.

Abrí mis ojos cuán grande eran y ahogué un pequeño grito en mi garganta. ¡Mierda!—grité y cerré la puerta con tanta fuerza que bien pude haberla sacado de su marco. Casi de inmediato escuché las risas de Gabriel y Rámses al otro lado de la puerta, mientras intercambiaban palabras que no entendí.

¿Qué hago, que hago, que hago? Pensé corriendo en círculos por la sala. Mi cabello desordenado era imposible de arreglar, llevaba una camiseta rosa de las chicas súper poderosas y unos pantalones cortos.

—¿Vas a abrirnos?—preguntó Gabriel y lo escuché reprimir una risa

—Si, yo... ehm... voy— atiné a decir. Di un fuerte suspiro y resignada no tuve más opciones que abrir la puerta, sintiendo mis mejillas explotar de la vergüenza.

—Tu mamá dijo que te avisaría—dijo Gabriel entrando con paso ligero mientras inspeccionaba la casa.

Rámses entró detrás de él y cuando alcé la vista del piso donde la tenía clavada él me miraba con detenimiento, pasando su vista desde mis pies descalzos, mis piernas desnudas y mi escote. Cuando nuestros miradas se encontraron se ruborizó más rápido que yo y volteó de inmediato. Por instinto bajé la tela de mis pantalones cortos, que ahora se me antojaban diminutos.

—Nunca le dejes un recado a mi mamá—respondí en cuanto se sentaron en el mueble—, es la versión humana de Doris.

Un alma libre, como decían mis abuelos.

—¿Y Marypaz?—preguntó Gabriel en cuanto cerré la puerta. No pude evitar sentir la punzada de celos por su pregunta.

—Le avisaré que llegaron. Pónganse cómodos, ya regreso

—Linda pijama Bombón—dijo Rámses con tono burlón.

Lo fulminé con la mirada antes de subir a mi habitación a ponerme presentable. Llamé en estado de pánico y urgencia a Pacita y le exigí que llegase en cinco minutos, aunque eso era inhumano. Desenredé mi cabello y aplicándole crema logré domarlo y trenzarlo, y por fin me cepillé los dientes. Me coloqué unos pantalones holgados y una camiseta rosa que decía en letras negras "i'm a Khaleesi" y sintiéndome un poco mejor con mi aspecto, tomé los libros y apuntes y bajé las escaleras.

Gabriel veía televisión, algún canal de videos musicales. Rámses estaba en su mundo telefónico, sin despegarse de la pantalla.

—¿Vive muy lejos Marypaz?—preguntó Gabriel— quizás podamos ir a buscarla para que no se demore en llegar—sugirió.

—Pacita vive a quince minutos y la traerán sus papás. Pero gracias por el ofrecimiento, quizás si puedan llevarla cuando terminemos acá.

Mi amiga me amará después de esto. Acababa de asegurarle un paseo gratis con Gabriel.

Pacita tardó casi una hora, y Gabriel preguntaba por ella cada quince minutos interrumpiendo lo poco que avanzábamos en los estudios. Cuando por fin llegó lucía unos jeans ajustados, una camiseta negra sencilla y su cabello suelto cayendo en perfectas cascadas. Gabriel le dio una amplia sonrisa y una mirada dulce que hizo que mi alma cayese al piso.

Después de un par de horas estudiando sin parar, tomamos un pequeño descanso. Marypaz conversaba de a poco con Gabriel y me vi en la necesidad de mantenerme tan callada como su raro hermano para que ellos pudieran conversar. Tenía sentimientos encontrados, por una parte quería participar en la conversación, pero no quería robarle su oportunidad, me alegraba de que ella estuviese hablando, porque sabía que le costaba apartar su timidez, pero por otra parte era inevitable que me sintiese triste.

Ordené una pizza para todos y Gabriel le pidió a Marypaz que lo acompañase a comprar unos helados de postre y sin más se marcharon. Rámses, no había dicho ni una sola palabra desde que se burló de mi pijama. Suspiré con frustración, era un ser tan poco sociable que era exasperante, quizás si el conversara un poco pudiese distraer mis pensamientos de Gabriel. Lo vi metido dentro de su teléfono una vez más ignorando mi presencia, y no era que me importase si me notaba o no, pero era muy mal educado de su parte.

Su cabello castaño oscuro caía sobre su rostro, tapándolo. Lucía otra vez una camiseta negra de mangas largas y no se veía acalorado a pesar del calor que estaba haciendo. Se giró para buscar algo en su bolso y unas líneas negras dibujadas en su piel se escaparon desde el borde de su camiseta perdiéndose dentro de su largo cabello.

—¿Qué tanto me miras?—preguntó un poco molesto

—Tu tatuaje—dije con franqueza—, y tu falta de educación. ¿Siempre eres así de comunicativo?— mi sarcasmo lo había tomado desprevenido porque su rostro reflejó sorpresa.

Se levantó con una pequeña sonrisa bailando en la comisura de su boca y con paso seguro comenzó a subir las escaleras de la casa. Lo llamé para saber que pretendía pero me ignoró. Me levanté detrás de él. Lo vi asomarse en las habitaciones que consiguió, aunque estuviesen cerradas. Cuando llegó a la mía entró como si fuese suya y en silencio y curiosidad se acercó a detallar todo lo que en ella se encontraba.

Miró las fotos que tenía pegadas en la pared, todas de mis familiares y algunos amigos y conocidos. Se acercó a mi biblioteca y admiró todos los libros que había. Llegó hasta el escritorio y después de revisar por encima los papeles que había y un par de adornos se giró hacia mí.

—¿Terminaste de fisgonear?—pregunté con mis brazos cruzados. Por extraño que parezca no me sentía incomoda de que estuviese revisando mis cosas.

Alzó sus hombros en una respuesta despreocupada y se lanzó sin ninguna delicadeza sobre mi cama.

Alzó sus brazos por encima de la cabeza y cuando su camiseta negra se levantó noté más líneas negras en la poca piel de su costado que quedó descubierto. Me sentí de inmediato intrigada en ver sus tatuajes; las puntas de mis dedos picaron con desespero por trazar cada línea que tuviese dibujada. Sorprendida por mi deseo repentino, sentí como el calor se agrupaba en mis mejillas una vez más. Por suerte el timbre sonó y corrí escaleras abajo para recibir la pizza. No supe lo hambrienta que estaba hasta que olí el maravilloso Peperonni.

Detrás del repartidor entraron unos risueños Gabriel y Marypaz, con un tarro de helado bastante grande y algunas papitas fritas y golosinas adicionales.

—¿Y Rámses?—preguntó Gabriel buscándolo con la mirada.

—Estem... en mi habitación—dije apenada causando que ambos abriesen sus ojos intrigados.

El susodicho bajó con calma las escaleras jugando deliberadamente con la intriga del par de ojos que lo miraban. Pasó a mi lado guiñándome un ojo y yo solo giré los míos. Pude sentir la mirada escrutadora de Gabriel y lamenté la posibilidad de que pensara que algo había pasado.

Cuando terminamos de estudiar era tarde en la noche. Me encontraba preocupada por mi mamá, pues no había sabido de ella desde muy temprano y ahora su teléfono estaba apagado.

—Seguro está bien—comentó Pacita tratando de reconfortarme—.

Yo tenía el teléfono de la casa en las manos, había llamado a todos los posibles números preguntando por ella, pero no tuve suerte. Mis manos temblaban cada vez que marcaba su número de teléfono y volvía a saltar la contestadora.

—Llamaré a mis papás, me quedaré contigo hasta que llegue—ofreció Pacita, pero decliné su oferta, había estado muy ilusionada cuando le dije que Gabriel la llevaría—.

— Deberían irse, se les hará más tarde— traté de fingir una sonrisa.

— Je vais rester avec elle, ce qui conduit à la maison Pacita- Me quedaré con ella, tu lleva a casa a Pacita — dijo Rámses sentado desde el sofá, lanzando las llaves del auto hacía su hermano, quien las agarró con sorprendente agilidad y sin esfuerzo alguno.

—¿Qué dijo?—pregunté.

— ¿Estás seguro?—respondió Gabriel a su hermano, ignorando mi pregunta—.

Enojada y con la poca paciencia que tenía, crucé mis brazos y con el ceño fruncido les exigí: —¿Me piensan decir que es lo que están diciendo?

—Yo llevaré a Pacita a su casa—explicó Gabriel agarrando sus cuadernos y los de Pacita. El gesto dulce no pasó desapercibido por mí ni por ella—. Y Rámses se quedará contigo.

—Eso no es necesario—dije un tanto apenada.

— Je ne demandais pas s'il pouvait- No pregunté si podía — respondió Rámses con un tono altivo.

—Si me vas a hablar, hazlo en un idioma que entienda—desafié.

—Dije, que no te estaba preguntando si podía— clavó sus ojos en mí retándome a contradecirlo, y por una razón que no comprendí, no lo hice.

Gabriel se acercó para darme un pequeño beso en la mejilla mientras trataba de reprimir una sonrisa. Me dolió ver lo feliz que lo hacía marcharse con Pacita. Mi amiga, en cambio, me dio un fuerte abrazo y me prometió llamar en cuanto llegase a la casa. Me dio varias palabras de aliento y tuve que empujarla hasta la salida para que pudiera irse. Cuando tranqué la puerta comencé una vez más a llamar de forma compulsiva.

—Asumiré que no es normal que tu mamá se desaparezca de esta forma—dijo Rámses sorprendiéndome.

—Lo que no es normal es que tenga el teléfono apagado. Ella... no ha estado bien de un tiempo para acá. Siempre ha sido distraída, pero ahora su estado despistada es permanente.

—¿Y qué cambió?— preguntó con cautela en su voz

—Mi padrastro la engañó—confesé sin poder frenar mis palabras.

El aguardó en silencio. Pacita era la única que sabía lo que había pasado. No me había sentido cómoda hablándolo ni con la psicóloga del instituto, pero por alguna extraña razón pude decírselo a Rámses. Armándome de valor solté un sonoro suspiro y continué.

—Hace un año, él la engañó con otra mujer. Se había estado aprovechando de que fuese tan despistada. Mi mamá no veía todas las pistas que el dejaba en su ligereza. Se pensaría que eso la haría prestar más atención a sus actividades, pero en cambio empeoró. Ahora se distrae casi a propósito de su entorno. Como si se desconectara de su entorno, pero sobre todo del dolor.

Limpié con disimulo una lagrima que osó escaparse de mis ojos. Después de unos segundos en silencio que se me antojaron eternos, Rámses se levantó del sofá y tomó mi mano para obligarme a ponerme en pie. Sin soltar mi agarré me condujo hasta mi habitación.

Me indicó que me sentara en la cama y encendió la laptop. Lo vi teclear con rapidez en el buscador y descargar un programa en mi computadora. No quise preguntarle nada, porque a diferencia de los otros silencios que habíamos tenido en el día, este era agradable.

—Dime el número celular de tu mamá y el modelo del teléfono

Tecleó con rapidez la información que le di y después de unos segundos en el programa comenzaron a aparecer líneas y líneas de información. Se levantó de la silla del escritorio y me sentó en ella. Se agachó hasta quedar a mi altura, haciéndome cosquillas con su cabello. Estaba tan cerca de mí que sentí la calidez que emanaba y su suave perfume mezclado con la fragancia mentolada de su cabello.

—Este es un programa de rastreo. Triangulará la posición del teléfono de tu mamá dándote una idea bastante cercana de donde se encuentra. Como está apagado, te dará la última ubicación cuando estuvo prendido. Según esto estuvo en estas direcciones, a estas horas. ¿Reconoces alguna?

Revisé cada una de las que aparecían en la pantalla, hasta llegar a la última.

—Hijo de pe...—exclamé tapándome la boca de inmediato. Rámses me dedicó una mirada divertida por la palabrota que acaba de soltar.

Tomé una vez más el teléfono de la casa y marqué un número que sabía muy bien pero que quería con desespero olvidar. Le di un corte asentimiento a Rámses para que supiese que reconocía la última dirección.

—¿Está contigo?— siseé apenas atendió el teléfono.

—Ehm... si.—dijo con su voz melodiosa característica, causándome puntadas de dolor—,por favor no cuelgues...

Y colgué

—Está con él—le anuncié a Rámses.

Me sentí traicionada. Había pasado las mismas noches en vela llorando, junto a ella. Había sentido la burla directa hacía mí y la familia que representábamos. Y que ella estuviese ahora con él, me hería profundamente. Lo llegué a querer como mi verdadero padre, ese al que nunca conocí, por muchísimos años él fue mi ídolo, mi héroe, él que me protegía de los monstros, él que no me haría nunca daño, y sin embargo fue él que acabó destruyéndome por completo.

—Pensé que... bueno como dijiste...— comenzó a decir, pero debió notar mi cara tan confundida como la de él—. Oh, bueno, creo que no lo esperabas.

Negué con la cabeza y tapé mi cara con ambas manos mientras evitaba que me viese llorar. Pero sentí sus brazos tibios y fuertes abrazarme, dejando que apoyase mi cabeza sobre su pecho, mientras me acariciaba el cabello.

¿Quién diría que Rámses podría llegar a ser tan... humano?

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