Emyli nos obligó a desayunar a las diez de la mañana. Fue compasiva y nos permitió hacerlo en la habitación, con diez litros de jugo de naranja, otros diez de café negro y una tableta de doce aspirinas. Solo hasta que estuvimos hidratadas y con seis analgésicos en el estómago, fuimos capaces de comer los huevos revueltos y el pan, después de un poquito de caldo con mucho cilantro.
—No vayan a comer mucho, o estarán vomitando en unos minutos —dijo cuando repasó el estado en el que estábamos. Se sentó a la mesa, con nosotras. Ella sí estaba como si hubiera dormido doce horas, arropada y mecida en una cuna gigante—. Ahora sí, ¿cómo les fue?
Solo le dijimos que estuvimos bailando un poco, con un grupo de chicos de nuestra edad, pero que