El certificado de virginidad

Entré a ducharme y descubrí que la cortina de la tina era rosa. Si hay un color que detesto es ese, pero no iba a cambiarlo en ese momento. Volví a rabiar contra mi padrastro y me bañé. No tardé en darme cuenta que no aguantaba el agua caliente, ya estaba acostumbrada a las duchas frías y un minuto después de haber abierto la llave del agua caliente, la estaba cerrando de nuevo. No tardé más de cinco minutos y me sentí renovada. Encontré algunas mudas de ropa, de hace más de un año, en el walk-in closet. 

No sabía que había aumentado mi estatura unos centímetros hasta que me probé la tercera camisa con el mismo resultado de las anteriores; casi me quedaban de ombligueras. Le hice un nudo en las puntas y me la puse así, pero con los jeans fue lo mismo y me quedaron muy por encima de los tobillos. Necesitaba ropa nueva, con urgencia. 

Bajé de nuevo a la cocina y busqué a Anastasia. La encontré pelando unas papas que se iban a usar para preparar unos ñoquis. 

—Me gustaría que vinieras conmigo. —Le dije. 

—Y me gustaría acompañarla, señorita Valentina, pero tengo trabajo en la cocina. 

—No te preocupes por eso. Yo le digo a Patricia que has venido conmigo porque te lo he pedido. 

Anastasia no objetó más, no sé si porque prefería salir a acompañarme o tuvo consideración de mí, que no contaba, en ese momento, con ninguna mujer que me acompañara a la cita con el ginecólogo. 

—En cinco minutos estaré lista.

Carlos ya tenía el auto preparado y nos recogió en la entrada de la casa. Anastasia se había quitado el uniforme de trabajo y la envidié porque se veía mucho más cómoda con su ropa que yo con la mía.

—¿Vamos al centro médico que le sugirió el señor Camilo, señorita? —preguntó Carlos. 

—No —contesté—. Anastasia te va a indicar la dirección de otro médico, uno que me sugirió durante el almuerzo. 

Anastasia me observó, con los ojos muy abiertos. 

—Pensé que no…

Me llevé el dedo a los labios, indicándole que hiciera silencio. Luego le hice un guiño. Anastasia asintió con la cabeza y le indicó a Carlos cómo llegar al consultorio del médico que podía darme el certificado sin realizarme un chequeo. 

Mientras Carlos conducía, Anastasia se acercó a mi lado y me dijo, susurrando:

—Entonces, ¿no es virgen, señorita?

Sonreí y contesté, también en voz baja. 

—Sí, sí lo soy. 

—No entiendo. 

—No quiero que un extraño me haga un examen, entre las piernas, para complacer a mi padrastro. —Le dije al oído.

—Pero, ¿y si el señor Camilo descubre que es falso?

Miré a Anastasia con suspicacia. 

—¿Tú conocido sí es médico?

Asintió.

—Sí, señorita, lo es. 

—Entonces no tiene por qué darme un certificado falso, y tampoco estará diciendo una mentira. 

—Bueno, sí, pero, creo que el señor Camilo va a querer que le entregue un certificado del centro médico que él le dijo. 

Levanté los hombros.

—Pues el señor Camilo solo me dijo que le llevara un certificado, no que tenía que ser el del centro médico que me indicó. 

Anastasia asintió.

El consultorio quedaba algo más lejos de lo que esperaba y en un barrio en el que bajarse de un carro de alta gama, con un chófer que te abre la puerta, atrae miradas que hubiera preferido no alentar. La ropa que llevaba, con una camisa convertida en ombliguera, tampoco me hizo mejor. Cogí con fuerza a Anastasia del brazo y entramos a una casa en la que colgaba un aviso, ya bastante desgastado, con el nombre del médico y el símbolo universal de la medicina. 

Carlos se quedó en el auto y dijo que iba a dar algunas vueltas. Yo no llevaba celular, hacía apenas unas horas que había salido del internado y el dispositivo hacía parte de la enorme lista de prohibiciones. Anastasia quedó a cargo de llamar a Carlos cuando ya estuviéramos de salida.

—Buenas tardes, quisiera ver al doctor —saludé a quien supuse debía ser la secretaria del médico, una mujer de mediana edad que estaba más atenta a resolver un crucigrama que a atendernos.

—¿Tienen cita? —preguntó sin dejar de observar la revista que tenía en la mano. 

—Dígale al doctor que es de parte de Anastasia Contreras —dijo Anastasia—. Él me conoce. 

La mujer levantó la mirada, molesta de que estuviéramos todavía ahí.

—Sin cita no pueden ver al doctor —dijo y, de inmediato, regresó a su crucigrama, como si acabara de pronunciar una receta mágica que debía hacernos desaparecer. 

Intercambié una mirada con Anastasia, que torció los labios, sin saber qué hacer. Suspiré. 

—Es urgente, señora. —Insistí—. Necesito ver al doctor, de inmediato. 

Sabía que la mujer no era de las que se podían convencer con buenos modales y cortesía, sino por otros medios más agresivos y hasta sentí pena por su jefe que, con una secretaria así, debía perder muchos clientes a diario. En el consultorio solo habían dos personas más, que giraron la vista al escuchar que quizá la monotonía de la espera podía hacérseles más llevadera con la pelea que se estaba gestando. 

—Ya le dije, señorita, que sin cita previa no puedo hacer nada —contestó la secretaria con un tono de voz más alto—. Si quiere, puedo agendar una para la próxima semana. 

No había ido hasta allá para rendirme a la primera y necesitaba el certificado ese mismo día. Tampoco estaba dispuesta a que esa secretaria, que atendía muy mal a los pacientes de su jefe, se saliera con la suya. 

—Veo a solo dos personas esperando y lo que necesito no toma más de cinco minutos —contesté, todavía sin gritar, pero con un tono de voz más alto. 

La mujer no dijo nada y volvió a pegar sus ojos en el crucigrama. 

Miré hacia la puerta cerrada en donde debía estar el despacho del médico, atravesando la sala de espera, en donde las dos personas sentadas, una mujer de unos treinta años y un hombre algo mayor, me miraron como si adivinaran lo que estaba por hacer. 

—¡Señorita, no puede pasar! —gritó la secretaria cuando me vio dirigirme a la puerta. Era lo que estaba esperando, que su grito llamara la atención del médico. Golpeé en la puerta. Anastasia me miraba, sin atreverse a seguirme. 

La secretaria se levantó de su puesto y vi que estaba por venir hacia mí cuando la puerta del despacho se abrió y fue como si la luz que salía del interior la pudiera quemar, porque se quedó quieta en donde estaba. Al otro lado de la puerta estaba un hombre de unos cincuenta años, de baja estatura, con una bata médica sobre un saco de lana. Me observó, del ombligo para arriba. 

—¿Qué ocurre? —preguntó el médico, sin dirigirse a nadie en particular. Yo estaba por contestarle cuando Anastasia, animada luego de ver al médico, se acercó.

—Doctor, soy Anastasia, ¿se acuerda de mí?

Vi que el médico forzaba los ojos, como si al primer vistazo no la hubiera reconocido, pero luego se formó una sonrisa en su rostro.

—Sí, sí, Anastasia. Ya recuerdo. Te atiendo ahora, en el orden que está formado —dijo el médico y, antes de cerrar la puerta, volvió a pasear los ojos por mi cuerpo con una sonrisa—. Encantado, belleza. A ti también te atiendo en un momento. 

No dije nada y me di vuelta para sentarme en la sala de espera. Antes de hacerlo, dirigí una mirada a la secretaria. 

—Ya tenemos cita. —Le dije con satisfacción. 

La mujer no contestó, se sentó y regresó a su crucigrama. 

Estuvimos esperando por casi una hora y quedamos con Anastasia en que me acompañaría, al día siguiente, a comprar ropa. Cuando salió el último paciente, entramos al despacho del médico. 

—Tienes una amiga muy hermosa, Anastasia —dijo el doctor sentado tras su escritorio y con la mirada puesta en mí.

—No es una amiga, doctor —contestó Anastasia mientras nos sentábamos. Me miró, apenada—. Es mi jefa. 

Al médico pareció no importarle qué fuera yo de Anastasia o con qué título me hubiera presentado, siguió mirándome como estuviéramos en un bar y no en su consultorio. 

—Anastasia me dijo que usted podría ayudarme con un certificado —dije antes de que Anastasia fuera a agregar algo más y con ganas de salir, cuanto antes, de ese sitio. Estaba arrepentida de no haber ido al centro médico que me propuso mi padrastro, pero no iba a reconocerlo.

—¿Qué tipo de certificado? —preguntó el doctor, algo más serio, sin dejar de observarme. 

Me aclaré la garganta antes de contestar.

—Uno que diga que soy virgen.

Vi la reacción de malvada satisfacción que se formaba en los labios inclinados del médico, junto con el brillo de su mirada. 

—¿Y lo eres?

Sé que un médico profesional, que estima su carrera y buen nombre, jamás habría hecho esa pregunta. Pero este doctor no era de ese tipo y yo lo sabía desde el momento en que Anastasia me dijo que podía darme el certificado que necesitaba. 

—Eso no es de su incumbencia —contesté molesta, pero sin alzar la voz, más bien con un tono enfático—. ¿Puede ayudarme, o no?

El médico apoyó sus codos en la mesa y se llevó las manos, entrelazadas, a la quijada, como si estuviera por tomar una decisión de la que dependiera la vida de cientos de personas. 

—Sí, señorita, puedo ayudarla, desde luego, pero no es un certificado económico, más bien, es algo costoso. 

Ya me lo esperaba, en especial después de la mirada con la que me recibió el doctor. 

—Para mi jefa el precio no es un inconveniente —dijo Anastasia, quizá creyendo que me hacía un favor, pero la verdad era que estaba por ahorcarla. Creo que se lo dejé con la mirada que le dirigí. 

—¿Ah, no? —dijo el médico, con más satisfacción.

—¿Cuánto me cuesta? —pregunté. 

—A ver, no es fácil —contestó el médico inclinándose en el espaldar de su silla, sus manos todavía entrelazadas y supuse que estaría añadiendo ceros a la cifra que debía tener en mente—. ¿Qué tal si lo que dijera el certificado fuera falso, y algún otro profesional de la salud lo constatara? Me quitarían mi licencia. 

Sabía que el médico estaba dramatizando. Para mí, que todos los días debía expedir certificados falsos, incluso órdenes alteradas para reclamar medicamentos, sin que le importara en lo más mínimo ser descubierto, mucho menos considerando el futuro de su carrera. 

—Vámonos. —Le dije a Anastasia—. Creo que perdemos nuestro tiempo. 

—Pero, tranquila, corazón. —Se apresuró a decir el médico cuando vio que me levantaba de la silla—. Solo necesito saber una cosa más. —Noté que estaba esperando a que me volviera a sentar. Lo hice, dispuesta a levantarme de nuevo, esta vez sin marcha atrás, si llegaba a sugerir alguna indecencia—. ¿Para qué necesitas el certificado? ¿Tienes un novio muy celoso? 

—No es lo que se imagina, doctor —contesté con seriedad—. Lo requiero para poder ingresar a un convento, porque voy a tomar los votos para hacerme monja.

No sé si en un convento piden una certificación de virginidad, pero al parecer, el médico tampoco lo sabía y la excusa le sonó razonable. Me había fijado que, sobre su cabeza, había un crucifijo y acerté en mi suposición. Pese a que su ética profesional era dudosa y quizá no fuera muy casto, era creyente. Su actitud hacia mí cambió de inmediato.

—Ah —dijo, mucho más serio—. Bueno, la verdad, señoritas, es que el certificado no es nada costoso, solo las estaba poniendo a prueba porque hay mujeres que vienen a mi consultorio a que les entregue certificados de ese tipo para poderse casar, porque tienen novios muy celosos o demasiado conservadores, pero cuando descubren que es mentira, ya se imaginarán, vienen los problemas, pero si es para algo tan honesto y meritorio, solo voy a cobrarles lo de la consulta. 

Cuando mencioné que lo necesitaba para hacerme monja, no esperaba una reducción del precio, solo que dejara de molestarme, pero gané por partida doble. 

A partir de ese momento, el médico se comportó como un caballero y hasta aceptó que le hiciera después el pago, a su cuenta bancaria, porque solo hasta ese momento caí en cuenta de que, aunque vivía en una mansión avaluada en un centenar de millones de dólares, tenía a mi servicio un chófer en un vehículo de alta fama y era la única heredera de una fortuna multimillonaria, en ese instante no tenía dinero ni para comprarme un helado.        

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