Sebastián me llevó a un hotel cercano.
El Hotel Four Seasons brillaba con lujo.
Aunque sentí que era demasiado para mí y que con un hotel más modesto del otro lado de la calle habría bastado, Sebastián me miró con desdén, frunciendo el ceño y con tono sarcástico, me espetó:
—¿Quién eres tú para hacer exigencias si ya estás causando problemas?
Un poco avergonzada por su frialdad, seguí a Sebastián en silencio al interior del lujoso lobby del hotel.
Tuvimos algunos contratiempos con el registro por no tener mi identificación a mano, pero finalmente conseguimos la llave de la habitación.
Al darme la tarjeta, Sebastián sacó su billetera y, extrayendo todo el efectivo, me lo ofreció.
Instintivamente lo rechacé:
—No necesito dinero, gracias, ya es suficiente con lo que has hecho.
Sin embargo, Sebastián me miró implacable.
—Creo que lo necesitas.
Su tono no admitía réplica, y casi sin querer, acepté el dinero, como si retrasarme más fuera un pecado.
—Gracias —murmuré mientras guardaba el dine