Tregua, ¿duradera?
En el ducado del Norte, Adolf se encontraba en su despacho reprendiendo violentamente a sus soldados, mientras era observado en silencio por Damien y Thomas.

—¿Acaso son unos idiotas o están ciegos? —gritó mientras arrojaba uno de sus artilugios que tenía en el escritorio—. ¿Por qué no fueron capaces de prevenir que Ashal escaparía fácilmente de este palacio? ¿De qué sirve que les pague, si fracasaron en el único trabajo que debían hacer? ¡Solo tenían que vigilar que el maldito emperador no saliera de su habitación! ¿Qué estaban haciendo cuando él se marchó a la vista de todos?

El líder de sus soldados, Marcel, miró fijamente al duque y respondió con frialdad.

—Al parecer, el emperador Ashal Dunesque aprovechó el cambio de turno para escapar con la ayuda de alguien más. Ya comprobamos la asistencia de los guardias reales y de los empleados del palacio, hasta el momento nadie de ellos falta.

Al escuchar esto, Adolf gruñó rabioso.

—¿Cómo es eso posible? ¿Y quién carajos se atrevió a
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