Cuando llegué al hospital, Sara estaba recostada en la cama jugando con su teléfono. En comparación con el aspecto pálido y débil de Carlos el día anterior, ella lucía radiante y con las mejillas sonrojadas.
Levanté la barbilla y, con voz firme, la llamé:
—¡Sara!
Ella estaba tan concentrada en su teléfono que mi grito la sobresaltó, haciendo que prácticamente saltara de la cama.
Su rostro se tiñó de rabia y vergüenza.
—¡Olivia! ¿Qué estás haciendo aquí?
Sin esperar mi respuesta, retomó el control de sí misma y, con una sonrisa sarcástica, continuó:
—Pensé que estarías encerrada en casa, llorando sola en la oscuridad, con todas las ventanas y cortinas cerradas.
Sus ojos recorrieron mi figura de arriba abajo con desdén.
—Tu habilidad para seducir a mi hermano no es tan impresionante, ¿verdad? Ahora que tus fotos desnudas están por todos lados, ya no tienes nada con qué aferrarte para quedarte a su lado.
Bajé la mirada y esbocé una leve sonrisa. No me escondí ni me acobardé; sim