Carlos cayó al suelo de una forma completamente desastrosa, pero no me atreví a volver la mirada.
Tenía miedo de ver su rostro, su expresión derrotada, sus ojos suplicantes.
Con el poco autocontrol que me quedaba, llamé a una enfermera para que lo ayudara. Ni siquiera me detuve a pensar si la enfermera podría manejar a un hombre tan corpulento; simplemente salí del hospital apresuradamente, casi huyendo.
Me dirigí al lugar donde yacen las tumbas de mis padres y les llevé un ramo de flores frescas.
Fuera de ese lugar, no sabía a dónde ir para llorar sin sentirme juzgada.
Parece que, como adultos, incluso para llorar necesitamos una excusa y un sitio adecuado.
Creí que, al llegar allí, me desahogaría de manera descontrolada, dejando salir todo lo que llevaba dentro.
Sin embargo, al arrodillarme frente a la tumba de mis padres, aquella ira intensa y el cúmulo de sentimientos de frustración y tristeza se disiparon. Lo trágico era que sentía como si hubiese perdido la capacidad de ll