La madre le había enseñado el amor por su nombre y
por la memoria. El padre lo había inundado de su orgullo
por el anarquismo. La madre le hablaba de lejanos héroes
hebreos. El padre, de Antonio Soto, el español que se había puesto al frente de los campesinos patagónicos cuando las huelgas de 1919. Y había también una historia, claro:
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"Llegó un momento en que los últimos obreros que todavía
resistían fueron rodeados en los campos de una de las es
tandas. Y hubo que decidir si pelear o entregarse. Los que
dirigían el movimiento dijeron que había que combatir hasta el final. Pero los hombres ya estaban cansados de tanta lucha y, cuando hubo que votar, resolvieron rendirse a los
soldados del teniente coronel Várela. Pero Soto no quiso
suicidarse: sabía que Várela tenía orden de fusilarlo no
bien se entregara y no tenía la intención de darle el gusto. Esa noche, cuando los campesinos cabalgaron con una
handera blanca para ponerse a las órdenes de Várela, Soto
se perdi