Capítulo 3: Sergio

La mujer no me parece nada del otro mundo. Apocada, rellena y sin gracia. Su hijo me ha sorprendido. Parece que quería a Mauricio, o lo manipularon para eso. Viven en una casa lujosa, pero sin personal, me pregunto por qué. Ella huele a mantequilla y las manos las tiene llenas de grasa.

Es una chica demasiado simple, con el rostro redondo, el cabello de un negro intenso, su piel demasiado blanca, no estaría mal para una noche, pero se ve que no es más que una vulgar caza fortunas.

Le sonrío con interés, ella se ve incomoda. Me concentro en el niño, es más fácil así, agarraré a la madre por el vástago. El niño me mira fijamente, parece conmocionado por mi parecido con Mauricio, debí pensarlo mejor antes de aparecerme así en su casa.

—Siento lo de Mauricio —dice ella con una débil voz sin atreverse a mirarme.

—Igual yo. ¿Cómo se conocieron? —pregunto.

Ella aspira aire y sonríe nerviosa, se toca la cara, el cabello, es una mentirosa manipuladora. Tendré que dejarla creer que me creo su pose de chica buena de pueblo.

—Yo limpiaba  en casa de su amigo Rodolfo.

—Ah, Rodolfo. El buen Rodolfo. Médico, muy bueno. Me alegra que se haya cruzado en tu camino, sé que vivió poco, pero si se quiso casar contigo es porque estaba enamorado de ti, murió pronto, pero conoció el amor.

«Qué ridículo y curso, Sergio».

Ella me sonríe con timidez, por fin me mira a los ojos.

—Mauricio era un buen hombre.

—¿Lo amabas?

Aspira aire levente, cualquiera podría no darse cuenta, pero yo la estoy examinando de pie a cabeza.

—Sí. Claro.

«Falsa, mentirosa, maldita».

—Entiendo, que bien, gracias por amar a mi hermano.

—Joaquín lo adoraba.

Me vuelvo a ver al pequeño que no me quita los ojos de encima. Así será está mujer que usa a su propio hijo para dar lástima, con él conmovió a Mauricio, es de lo peor.

—Joaquín. ¿Te gustaría que te visitara?

El niño abre mucho los ojos y sonríe, afirma con un movimiento repetido de cabeza.

—Y jugaremos a la pelota.

—Sí, puedo enseñarte a jugar a la pelota.

—Sí, quiero.

—Esta casa es muy grande ¿No tienes personal? —pregunto intrigado. Ella se sobresalta.

—No… ¿cómo lo pagaría?

«Sí, claro, ¿cómo no?»

Sé que ha habido un problema para hacerse con la parte más liquida de los bienes de mi hermano. Ella tiene las propiedades, autos, acciones, pero no puede vender nada sin mi autorización, es dueña de todo, sí, pero me necesita. Pero había una cuenta que si podía movilizar y sé que ya la vacío. «Pensaba irse del país antes, pero este inconveniente la retuvo?».

—¿Cómo que no puedes pagarlo?

—Las cuentas están congeladas, son temas legales que no comprendo. Debo buscar algo más pequeño para vivir.

—Descuida, firmaré en algunas cuentas para que puedas movilizar dinero —le informo. Ladea la cabeza y alza las cejas.

«Sí, me estoy poniendo en bandeja de plata, ven por mí, m*****a oportunista».

—No es necesario, gracias.

—No seas boba. A mi hermano le habría gustado que estuvieras bien, no pasando trabajo sin necesidad, además, es tu dinero.

Menea la cabeza. B**e su cabello ridículamente liso y brillante.

—Era dinero de Mauricio. Solo quiero estar bien con mi hijo, no metida en problemas legales y familiares.

Habla de mi hermana Lucrecia y de su esposo José Armando. Son unos buitres, desde la muerte de Mauricio han tratado de ponerle las manos a su fortuna.

—Conmigo cuentas, quiero apoyarte, Amelia.

Sonríe.

—Es muy bueno, como Mauricio.

—Bueno, él era mejor persona que yo, me gusta que nos compares.

«Maldita sea, detesto que nos comparen».

—Sé que Lucrecia puede ser dura, créeme, es mi hermana mayor, para hablar delante de ella debíamos pedir permiso, si no lo hacíamos, nos golpeaba con su cinturón Balenciaga.

Ella ríe. Veo sus dientes, perfectos, me pregunto cuanto habrá costado su ortodoncia, luce como una prepago que se vende por dinero al mejor postor, debe estar operada. No es más que una m*****a prepago.

—Sí, a mí me odia, y prefiero no estar en su radar, que ella haga lo que quiera.

—No, conmigo cuentas, no estás sola.

—No tiene que hacerlo.

—Háblame de tú. Claro que debo hacerlo, no estuve con mi hermano cuando murió, al menos quiero hacer las cosas bien con la familia que deja.

Suspira y suelta el aire, aliviada. Le sonrío con picardía inocente. Debo abordarla poco a poco, hacerla caer.

—debemos irnos, Sergio —dice Aurelio.

Me levanto y le tiendo la mano, me da asco, sé que la tiene llena de mantequilla, huele a mantequilla como el niño.

—No, tengo las manos sucias, que pena, no esperaba a nadie.

«Sí, claro, te creo el cuento de niña buena, de santa».

—Hasta eso haré por ti. Los visitaré, pronto deberé regresar a Alemania, créeme que quiero hacer algo bueno con mi tiempo acá, quiero estar con ustedes que estuvieron en los últimos días de vida de mi hermano.

—Claro, será un placer compartir ese tiempo. También lo extrañamos.

«Tranquila, que acabo de decidir que si te voy a follar, ¿por qué no?».

—No estás sola, Amelia. Cuentas conmigo. —Beso su mejilla, ella se sobresalta y ríe nerviosa.

—Gracias.

Aurelio y yo salimos tras despedirnos del pequeño con la promesa de volver pronto. Subimos al auto. Aurelio me lanza una mirada acusadora apenas cierran la puerta.

—¿Qué haces, Sergio? ¿Quieres un Oscar?

—Quiero acercarme a esa mujer, averiguar lo que le pasó a mi hermano.

—Para todos los efectos, tú hermano murió en un accidente de auto. No más, Sergio, esa pobre muchacha con ese niño, ya han pasado por mucho.

Bufo.

—¿Tú de verdad crees su cara de pueblerina sufrida? ¿Le viste los pechos? ¿Los dientes? Debe tener operado hasta el trasero. No sé qué hizo para embaucar a mi hermano, pero yo lo voy a descubrir.

—Dios te perdone si te estás equivocando, ahora la muchacha no puede ser voluptuosa, porque está operada y es puta. ¡Qué locura, Sergio!

Sacudo la mano frente a él.

—Quedaste en ayudarme. Hazlo, no me juzgues. Si estoy equivocado, no pasará nada, no pienso ser injusto.

—¿Y el niño? Juegas con los sentimientos de un niño, es que te has convertido en un desalmado, ¿y qué pretendes con ella?

—Darle un marido de reemplazo, para que no se quede sola —digo y me señalo.

Se echa hacia atrás meneando la cabeza.

—¡Qué horror! Quieres engañarla…

—No, quiero descubrir la verdad. Si no es culpable, solo habremos intimado y ya.

Se espanta. Se hace la señal de la cruza.

—Dios te perdone. No puedo ayudarte a hacer eso.

—Pues peor para ella si lo hago sin ti.

Mira por la venta con expresión adusta. Sabe que tengo razón, no se apartará de mi lado, él me ayudará a descubrir la verdad, a descubrirla a ella y por fin cobrarme mi venganza.

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