53. SOLA EN CASA

Lo miré sin esconder mis palabras. Y claro que sabía que tenía por quién vivir: esas dos caritas dormidas, con sus pestañas diminutas y risas contagiosas. Ellas eran mi salvación. Sin embargo, sus palabras me golpearon justo en los nervios más sensibles, y las lágrimas volvieron a desbordarse sin que pudiera evitarlas. Me limité a asentir con la cabeza, incapaz de responder y con la garganta bloqueada por el llanto.

Él, como si entendiera, no agregó nada más. Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse, pero entonces, sin pensarlo demasiado, solté:

—¿Puedo llamarlo a cualquier hora, señor Roberto?

Se detuvo en seco. Tal vez mi voz temblorosa lo obligó a quedarse un segundo extra, mirándome por sobre el hombro.

—Tengo dinero, pero… no sé si escuchó sobre ese enorme accidente cerca de mi otra casa —empecé a
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