5. OTRO DÍA DE TRABAJO

Mientras doy un sorbo al café, ese sabor inconfundible me devuelve un poco a la realidad, pero mi mente sigue vagando entre los recuerdos de mi infancia y la imagen del hombre en el mercado. Ni siquiera entiendo por qué lo pienso tanto. A fin de cuentas, solo fue un cruce casual de miradas... ¿o no? Algo en él tenía una intensidad que no he podido sacarme de la cabeza.

Después de hacer el desayuno de mis hijas, salgo de la cocina y regreso a mi habitación. Al entrar, siento un aire cálido que sale de la pared donde está ubicada la secadora de cabello. ¿La cambiarían las mellizas y no me dijeron nada? Rápidamente, seco mi cabello, recogiéndolo en una cola de caballo. Me gusta llevarlo así en mi trabajo; me hace sentir más profesional.

—Mamá, hoy no llegaremos temprano. Vamos a ver una película en el cine con las chicas de la clase —me informa Melina.

—Está bien, pero cuídense y regresen directo a casa después —les respondo.

—Mamá, no olvides que mañana tienes que ir con nosotras a ver los vestidos. ¡Deja tu día libre, mamá! ¡No nos hagas lo de siempre! —exige Emily.

—Está bien, ya le dije a Joe que no me agendes nada para mañana —les aseguro.

Mis hijas me dan un beso y se van corriendo al encuentro de sus amigos que las recogen. Pongo el lavavajillas, que se pone en marcha solo. Lo observo por un instante; también parece nuevo, pero como siempre, me alejo sin darle importancia. 

Aunque me intrigan un poco, reconozco que estos equipos me están ayudando. Cada cierto tiempo veo que cambian a la última versión que sale de ellos en el mercado. Esas niñas son adictas a la tecnología; viven cambiando todo sin preguntarme. 

Me dirijo a mi habitación y me maquillo de forma sencilla: aplico un poco de rímel, rubor y me pinto los labios. Busco unos pendientes largos y unas pulseras doradas. Me calzo unos tacones altos y me enfundo en mi entallado vestido. Estoy lista para comenzar el día. 

Todo se ha vuelto tan rutinario. Hago las mismas cosas a las mismas horas todos los días, casi automáticamente. Me detengo al llegar a mi auto negro. Lo compré porque soy una apasionada defensora de la naturaleza y quiero contribuir en lo que pueda para preservarla.

—Hoy te vas a portar bien, nada de darme sustos —le digo mientras veo cómo abre la puerta. —De acuerdo, eres sofisticado, pero no me asustes.

Me subo en el auto y lo pongo en automático. Todos los días, me lleva aproximadamente veinte minutos llegar a la empresa. Hoy mi auto me hizo coger una ruta nueva que me desvió del tráfico habitual y me llevó a la empresa más rápido de lo esperado.

—¡Vaya! Gracias, auto —digo al descender, riendo al escuchar que me contesta: —Es un honor servirte, Ema.

—Necesito otro viaje de esparcimiento que me haga olvidar hasta de mi nombre o me volveré loca —digo en voz alta, y escucho la entrada de una notificación en mi teléfono. Al mirarlo, es un mensaje: “Acabas de llegar de un viaje y recuerda que necesitas un nuevo diseñador gráfico”.

Definitivamente tengo que averiguar qué programa es este. Al entrar a la empresa, saludo a la recepcionista Susana.

—Buenos días, Susi, ¿cómo estás? —la saludo.

—Buenos días, señora Ema. ¿Tiene un día ocupado hoy? —me responde ella.

—Como todos los días —respondo mientras camino hacia el elevador, que se abre y subo hasta mi oficina en el último piso sin tener que marcar el botón como cada día.

—Buenos días, Joe —saludo a mi asistente Joel.

—¿Cómo estuvo tu viaje? Espero que te hayas divertido como siempre —pregunta insinuantemente. 

Joel está al tanto de todo lo que hago. Le tengo mucha confianza y es como un hermano para mí.

—¡Ni te lo imaginas! —le contesto en el mismo tono. —Aunque creo que fue muy corto; me siento estresada.

Él se dedica a abrir las persianas de la oficina mientras me quito la chaqueta y se la entrego para que la cuelgue. Luego se sienta frente a mí con su tablet en la mano, listo para revisar todo lo que tengo programado para ese día.

—Pues ya sabes, amiga, coge el fin de semana para relajarte. Si quieres, salimos con mi papichuli —ofrece enseguida.

—Lo pensaré, Joe, porque si te cuento todo lo que me está pasando estos días, no me lo vas a creer —le digo sentándome. —¿Qué tengo para hoy? 

Al terminar de analizar todo, Joe se retira y yo me concentro. Mi computadora se enciende sola y muestra un mensaje de bienvenida personalizado con mi nombre. Parece que todo a mi alrededor está cobrando vida de alguna manera o yo estoy enloqueciendo. 

Sin darme cuenta, han pasado más de dos horas sin que me haya separado de la pantalla. De repente, la puerta se abre y entra Joe con un vaso de jugo de naranja, que sabe que es mi favorito.

—¡Gracias, Joe! Realmente lo necesitaba —le agradezco mientras tomo el vaso.

—¿Cómo vas con el nuevo proyecto? —me pregunta.

—Espero que bien —le respondo—. Necesito un nuevo diseñador gráfico para que me ayude a terminar.

—¡Eso está excelente! —exclama Joe y pasa a elogiarme. —Eres muy buena en lo que haces. A lo mejor hoy viene alguno que valga la pena.

—Gracias, Joe. No olvides vaciar la agenda del día de mañana. Tengo que acompañar a las chicas a comprar los vestidos. No me lo perdonarían si no lo hago esta vez —le recuerdo.

—Ya lo hice; pasé todas las citas para pasado mañana —me asegura.

—Muy bien, Joe. Muchas gracias —retomo mi trabajo en la computadora. 

—Ema, tu cita de las once acaba de llegar —informa Joe.

—Muy bien, Joe. Dame cinco minutos y hazla pasar —respondo mientras reviso rápidamente mis apuntes para recordar con quién tengo la cita.

Robin Reyes, veintitrés años. Acaba de graduarse en diseño gráfico con menciones de honor. Aunque no tiene experiencia laboral, he aprendido, a lo largo de la creación de mi empresa de diseño industrial, que los recién graduados tienen ideas frescas y eso ha contribuido a mantenernos en los primeros lugares del rubro. La persona que ocupaba el puesto anteriormente se casó y se mudó de ciudad, por lo que necesito con urgencia un nuevo diseñador gráfico.

Esta chica Robin, a pesar de su falta de experiencia, parece prometedora. Aprieto el intercomunicador para avisarle a Joe que la deje pasar y la puerta se abre. Sin levantar la vista, le mando a tomar asiento. Lo hace, justo frente a mí. Levanto mi mirada para encontrarme:

¡Con el chico de mis sueños, que me ayudó a levantarme en el parqueo del supermercado hace una semana! Me mira sonriente, y yo me he quedado de una pieza; bajo la cabeza para el expediente. ¿Pero, qué no era una chica? Se llama Robin; espera, déjame volver a leer la biografía. Sí, aquí dice masculino. ¡Y qué masculino, señores! ¡Estoy perdida!

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