CAPÍTULO 4. Momentos desesperados.

CAPÍTULO 4. Momentos desesperados.

Lo último que Lynett vio antes de ocultar el rostro entre las manos con desesperación fue a aquel hombre dejando el cuarto como si solo fuera ropa sucia lo que quedara detrás.

Ni siquiera entendía lo que estaba pasando. Y si no lo entendía mucho menos podía dar explicaciones cuando llegó a su casa dos horas después.

—¡¿Te crees que esta es hora de llegar?! —le espetó su madre reteniéndola del brazo antes de que subiera las escaleras—. ¡¿Dónde estabas, Lynnet, y con quién!? ¡Dime!

—¡Déjame! ¡Donde yo esté no es tu problema!

—¡No me respondas así, señorita! ¡Yo soy tu madre! —le gritó Florence y todo el dolor de Lynett estalló en una sola respuesta:

—¡Pues para mucho te vale ser mi madre cuando tu amante te dice que me dejes en la calle! ¡¿No es cierto?!

Lo siguiente que se escuchó fue el eco sordo de una bofetada y Lynnet ahogó un grito de incredulidad.

—¡Maldit@ mocosa malagradecida! ¡Eres tan desentendida como tu hermana, que se largó en medio del funeral sin querer ayudarme! —escupió su madre—. ¡Estoy haciendo lo que debemos para sobrevivir! ¡¿Y te crees que tienes derecho a juzgarme!? ¡Lo vamos a perder todo, estúpida! ¡Esta casa, los autos, todo! ¡Si el imbécil ese que compró la mitad de la empresa se hace con la presidencia lo vamos a perder todo! ¡Así que si tu hermana no se pone la falda para ayudarnos, entonces más vale que te la subas tú! ¡¿Entendiste?!

Lynett se encerró en su cuarto llorando, desesperada, porque en cuestión de pocas horas su vida se había vuelto un caos, pero sabía que no sería capaz de encontrar respuestas allí, así que se armó de valor para bañarse antes de ir a la transportadora.

—¡¿Qué demonios estás haciendo aqu…?! —gruñó Elijah, pero la muchacha llegó rápidamente junto a él, interrumpiéndolo.

—¡¿Qué fue lo que pasó?! —susurró los ojos brillantes—. ¡Lo que sea que pasó anoche…! ¡Tiene que decirme qué fue!

Elijah dejó escapar una sonrisa sarcástica mientras la miraba de arriba abajo. Aquellos ojazos llorosos y claros podían derretir... la mitad de él. Pero la otra mitad, la racional, sabía que solo era una mujer manipuladora que se hacía la víctima.

—¿Quieres que te recuerde lo que pasó? —siseó pegándose a su cuerpo y aprisionándola contra el escritorio hasta que la sintió dejar de respirar. Sus ojos se concentraron en sus labios entreabiertos, esos labios que eran una condenada tentación, tan pequeños y húmedos—. Lo que pasó fue que estabas drogada hasta las nalgas y te me echaste encima, y me llevaste a una habitación del hotel bajo el Pioggi, y trataste de seducirme.

—¡No es cierto! No puede… ¡no puede ser cierto! —exclamó Lynett—. ¡Yo no me drogo, yo jamás…! ¡Ni siquiera tomo alcohol! ¡Nunca! ¡No sé cómo pudo…!

—¿Entonces alguien lo hizo por ti? ¿Alguien te drogó? —preguntó Elijah con un puchero sarcástico.

Pero mientras ella se desesperaba, él solo podía pensar en las brujas manipuladoras de su vida: tratando de culpar a otros por sus malas decisiones.

—¡Lárgate de aquí! —gruñó.

—¡No…! ¡Señor Vanderwood, por favor…! —El corazón de Lynett se hundió entendiendo lo que aquello significaba—. ¡Por favor se lo suplico, escúcheme! —sollozó sin poder evitarlo—. ¡Le juro que no sé qué está pasando pero por favor… por favor ayúdeme! ¡Esta es la empresa de mi padre, todo lo que él amó está aquí, solo déjeme… por favor…!

Las rodillas de Lynett cedieron debajo de ella mientras aquella desesperación la dominaba, pero antes de que tocaran el suelo aquel par de brazos la detuvieron y Lynett ahogó un gemido cuando un leve recuerdo de la noche anterior la asaltó.

—¿Señor Vanderwood? —Se escuchó afuera la voz de su asistente y los dos se separaron apurados antes de que la mujer entrara—. Lo siento, pero a la señorita Evans la están buscando con urgencia… es el señor Masrani.

Elijah frunció el ceño cuando escuchó el jadeo ahogado que salió del pecho de Lynett, y mientras la muchacha se iba apresurada, no pudo dejar de notar que la asistente se había quedado aún más nerviosa que ella.

—¿Algo que quiera contarme, señorita Voigh? —siseó Elijah mientras la mujer caminaba hacia la puerta y la vio sobresaltarse—. Si está pasando algo en mi nueva empresa que debería saber, confío en que mi asistente sea lo bastante inteligente como para contármelo —gruñó con tono amenazante—. Si es que quiere seguir siendo mi asistente, claro.

La mujer pasó saliva casi con angustia y se retorció los dedos.

—Bueno… es que yo conozco a la niña Lynett desde que era muy pequeña y me preocupa. Eso es todo.

—¿Y de qué exactamente hay que preocuparse? ¿Quién es el tal Masrani? —la increpó.

—Su… su novio.

La carcajada interna de Elijah, llena de decepción, no llegó salir. ¡Ya no le sorprendía saber que aun teniendo pareja había tratado de seducirlo! ¡Las de su clase eran tan obvias!

—¡Vaya! Es de las que no tiene límites. Bueno confirmarlo…

—¡No, no, usted no entiende, la niña Lynett no…! Él no viene calmado.

Elijah achicó los ojos mientras un instinto muy diferente, el que le había inculcado su padre, salía a flote.

—¿Dónde? —gruñó dirigiéndose a la puerta.

—La última sala de juntas, al fondo —musitó la asistente.

—¡Lo último que quiero es un escándalo en mi maldit@ empresa! —siseó.

Pero apenas atravesó los corredores cuando escuchó una voz demasiado agresiva.

—¡Explícame qué mierd@ es esto! ¡Dímelo!  —rugió un hombre definitivamente maduro y la respuesta solo fue un jadeo asustado—. ¡Tu madre me dijo que eras una virgencita! ¡Tú me dijiste que no querías acostarte conmigo hasta la boda, me dijiste que no eras una zorra de esas, y ahora resulta que te acostaste con el socio de tu padre!

—¡Ya basta, Edgar, suéltame! —gimió ella—. ¡Yo no me he acostado con nadie…!

—¡¿Son falsas entonces las maldit@s fotos?! ¡Contesta! ¡Esto no fue lo que me prometieron! —escupió el hombre con rudeza.

—¡Pues ve a ponerle la hoja de reclamaciones a mi madre porque tus promesas fueron con ella! ¡¿No es así?! —lo desafió la muchacha y antes de que Elijah pudiera empezar a interpretar sus palabras, el sonido dentro de la habitación le revolvió el alma.

No era un hombre impulsivo, ya no. O al menos eso creía hasta que el sonido de aquella bofetada lo había hecho patear la puerta. Un segundo después su puño se estrellaba contra la cara de un hombre de unos cuarenta años con un aura muy desagradable.

Elijah ni siquiera pestañeó entre puñetazos, y para cuando soltó al tipo ya llegaban los guardias de seguridad.

—¡Vuelve a levantarle la mano y me aseguraré de que sea la última cosa que levantes en tu vida! —lo amenazó sacudiéndolo por el cuello del manchado traje mientras Edgar Masrani lo miraba azorado—. ¡Sáquenlo de mi empresa!

Elijah resopló recuperando la compostura y se giró, buscando a Lynnet, solo para verla casi acurrucada detrás de una silla. Intentó acercarse y lo que vio en ella no era miedo, sino un completo shock.

—¡Oye, oye…! ¡Soy yo, soy yo! —susurró alzándola hasta sentarla en la mesa—. A ver mírame, mír…

Pero tampoco iba a gustarle lo que veía. La sangre corría por una de las comisuras de su boca y Elijah gruñó una maldición.

—¡Señor, no la pueden ver así! —susurró la asistente—. ¡Es una de las dueñas de la empresa, si esto se sabe…!

Elijah sabía lo que podía dañar la mala publicidad, así que la levantó en brazos y la asistente le señaló el ascensor más cercano. Los segundos parecieron eternos mientras el aparato bajaba y él la acomodaba en su auto, y después de dar algunas vueltas por la ciudad se decidió por su propio departamento.

Llegaron veinte minutos después y para ese entonces Lynett ni siquiera había reaccionado. Su mirada seguía perdida y su cuerpo temblaba ligeramente, sobre todo cuando él le hablaba o intentaba tocarla.

—Vamos, no podemos quedarnos en el auto para siempre —dijo Elijah con tono más calmado y segundos después la vio detenerse en medio de su sala, mientras las lágrimas seguían saliendo sin parar.

Sin embargo algo más llamó la atención de Elijah:

Un sobre amarillo que habían echado por debajo de la puerta. Un sobre con un diario impreso. Un diario con un chantaje.

Y todo su instinto de protección desapareció en un solo instante.

—¿¡Solo esto quieres!? ¡¿Solo trescientos mil dólares?! —siseó mostrándole el periódico—. ¡Ya sabía que valías poco, pero ¿estás segura de que no quieres más?!

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