6. Dos pequeños secretos
Parecía que el frío quemaba la piel de Dayleen mientras corría a través del bosque oscuro, sus pies descalzos apenas rozando la tierra húmeda. Sintió que se le clavaban las piedras filosas en el talón y apretó los labios para no gritar.
El ambiente estaba impregnado del aroma de musgo y del peligro, pero ella no se detuvo. Cada paso la alejaba más de la manada que la había traicionado y de Sebastián, el hombre que había destrozado su alma.
Su pobre madre había pagado el precio.
—No te detengas —gritó Annika a su lado, su voz apenas audible entre el crujir de las hojas secas bajo sus pies y sus alientos agitados—. Aún estamos cerca del territorio.
Dayleen asintió, sintiendo que la desesperación la impulsaba hacia adelante. Sus piernas temblaban de agotamiento, pero su loba gruñía en su mente, exigiendo que siguiera moviéndose. No había opción. Si los guardias las alcanzaban, todo estaría perdido.
—¿Cómo… cómo sigues viva? —preguntó Dayleen, jadeando, mientras sorteaban raíces y rama