La vida con Rattiky no era fácil. Cada amanecer traía consigo nuevas tareas, nuevas preguntas que no tenían respuesta. El frío del bosque se metía en los huesos, y la humedad constante parecía calarle hasta el alma. Pero era allí, donde Dayleen empezaba a entender... que no era una loba común. Había pasado una semana desde que Dayleen llegó al refugio de Rattiky, fue una semana llena de más preguntas que respuestas, además de mucho esfuerzo físico y mental. La anciana creía que ella tendría un papel fundamental en los planes de la Diosa Selene, así que la presionaba para que intentase descubrir su potencial. Decía que sus poderes solamente estaban dormidos. «Yo le haría casi si fuera tú, necesitamos nuestro poder en pleno si vamos a intentar iniciar una guerra con la manada de Fuego» luego bostezó y volvió a sumergirse en lo profundo de su mente. ¡A buena hora su loba se dormía! —Otra vez —ordenó Rattiky esa mañana, su voz áspera como la corteza de los árboles que las rode
Dayleen abrazó sus rodillas, sintiendo el peso de esas palabras. Annika estaba a su lado, en silencio, su mirada perdida entre las llamas. —¿Nuestra familia... tiene que ver con ellos? —preguntó, aún sin atreverse a decirlo en voz alta. La anciana soltó una risa áspera. —De algo incluso más antiguo. —Sus ojos parecían encenderse con cada palabra—. Antes de que existieran las manadas como las conocemos, antes de que el Fuego, el Agua, la Tierra y el Aire se separaran, había clanes que custodiaban el equilibrio del mundo. Nuestro linaje... era uno de ellos. —¿Por qué siento que hay algo que me estás queriendo decir? —preguntó, aunque en el fondo ya intuía la respuesta. Rattiky sonrió, una sonrisa triste y cargada de secretos. —Porque eres una pieza clave. La Diosa Selene se lo dijo a mi madre, la niña que nace del Fuego con el eclipse del día en que se corona al nuevo rey. Esa eres tú, Dayleen. Naciste el día en que el Rey Alfa fue coronado, durante un eclipse —susurró con e
- Sebastián -Espoleó a su caballo para que se fuera prisa, todo su batallón le seguía como si fueran uno solo. No por nada eran la manada más fuerte, tenían a todo el Ejército Imperial a su cargo, su Fuego Eterno era capaz de llenar de energía a cada soldado durante una década si así lo decidiera.El Rey anterior, Loras Knight, les había dado su placa del ejército después de que su abuelo sellase la barrera junto con el Gran Alfa de Tierra. Esa barrera costó su vida, todo su poder y la sangre de cien alfas... la larga línea de alfas de las que venían tenían un gran poder si se sabía usar en el día y momento indicado, pero venía con una maldición: el cincuenta por ciento de sus bebés morirían. Eso les había valido toda la confianza del Rey, y recibieron todo el poder militar.Aún recordaba a su madre llorando cada vez que le acariciaba el rostro, por todos los hijos que perdió antes de darle a luz. Y todos los bebés que perdería después, antes de tener por fin a su hermana.Sintió que
- Aria Woods - Perseguir a un hombre que no quería ser encontrado era toda una odisea. Estaba harta de tener que luchar por su atención, su amor. ¿Por qué no podía simplemente que ella era perfecta para él? «Porque no lo eres, al menos no son mi», se burló la voz de su interior, retorciendo la herida como solía hacer. Soltó una serie de insultos hacia la desgraciada mujer que parecía empeñada en socavar la poca confianza que se tenía. Comenzaba a sospechar que quería volverla loca para quedarse con su cuerpo anfitrión permanentemente.Frunció el ceño al darse cuenta de que todos habían desaparecido de pronto: Sebastián y los soldados que le acompañaban. En un segundo estaban a medio kilómetro de distancia y al siguiente, ya no estaban. ¿La habían descubierto?«Claro que no, idiota. Ya reforce el hechizo de ocultamiento, simplemente entraron en las montañas místicas», bostezó ella.Aria torció los ojos.—¿Qué puedo hacer entonces? Yo no puedo pasar, sentirán tu presencia maligna —m
El aire olía a tierra húmeda cuando Dayleen cruzó el umbral de la manada de Tierra. A su lado, Annika caminaba en silencio, con los labios curvados en una sonrisa tranquila. Ambas volvían distintas. Más llenas. Más despiertas. Ver a su prima sonreír le dió la tranquilidad que necesitaba, sabía que podía confiar en ella. No era como Aria, una perra gigante capaz de incluso orquestar el asesinato de su propia tia y prima. Un escalofrío recorrió su piel al volver a pensar en su madre. Cada vez que volvía el pensamiento de ella, un dolor sordo le llenaba el alma y sentía que se desgarraba en pedazos de recordar sus gritos, su sangre... Y su silencio. El que le dijo sin ninguna duda que su madre ya no existía más. «Deja de atormentarte y sigue caminando. Vuelve a recordar los últimos días, eso es felicidad. Y ahora déjame descansar, que tratar de ocultar el aroma de los cachorros me está drenando la energía», expresó su loba con un bostezo.Puso los ojos en blanco. Ella siempre alard
Con el corazón latiendo ansioso, ambas lobas siguieron al Alfa Tauriel por el bosque. El sol entraba a raudales entre las ramas, iluminando su camino. Se estaban adentro cada vez más, por lo tanto los árboles también se espesaron. Cuando menos se dió cuenta, tuvieron que usar faroles para seguir viendo su camino. Bueno, más concretamente: Dayleen.No tener a su loba completa, significaba que su vista no se adaptaba a la oscuridad. Y ella tampoco tenía un nombre, no mientras estuviera semi-despierta. Por eso dormía tanto, se la pasaba cansada. Le dolía saber que por su culpa, por su debilidad, ella no podía disfrutar del todo tampoco.Entonces llegaron hasta la pared de una caverna. Alzó la cejas, volteando a ver si había otro lugar a donde ir; pero no, el Alfa se paró directamente frente a la pared, la cual estaba cubierta de un montón de enredaderas y ramas.—Esto... ¿Hay algo que debamos hacer o...? —empezó a decir ella para romper el silencio, pero él alzó una mano en el aire para
El aire en la manada de Tierra era espeso, cargado de tensión y murmullos silenciosos entre todos. Sebastián descendió de su caballo con movimientos calculados. Su armadura aún relucía, pero las sombras en su rostro hablaban de días sin descanso. Lo flanqueaban dos de sus betas más leales, pero ni siquiera su presencia servía para aplacar la sensación de que estaban siendo observados desde cada rincón. Su lobo estaba apaciguado, saber que no se deshizo del recuerdo de su unión afianzó su confianza con él. Se sentía fortalecido por su energía vibrante, Zeque tenía ganas de desgarrar algunas gargantas por dejar a su gente sin comida. Los guerreros de Tierra lo escoltaron en silencio hasta la Sala de Audiencias, una estructura tallada directamente en la piedra de una montaña baja, con columnas de raíces vivas que crujían levemente al pasar. Siempre había sentido que en la manada de Tierra todo parecía estar vivo, era espeluznante. Allí lo esperaba el alfa Tauriel, un hombre de piel
Tenía que arreglar la situación a como diera lugar. —Se equivoca, me temo que tiene una idea errónea de nuestra posición en estos momentos. Nosotros no somos el enemigo —dijo con voz cortante. Y era verdad, él vivía su vida en paz. Si no había podido darles orbes de luz era por la maldición de su Diosa, y las armas salían débiles por las ramas igual de frágiles. ¿Por qué carajos parecía que todo era una especie de karma por lo que sucedió con su mate? —Yo me remito a las pruebas, y mi gente también. Todos asintieron a las palabras de Tauriel. —Si no pueden darnos orbes de luz ni armas, ¿cómo podemos seguir negociando con ustedes? —le pregunto con una ceja alzada. Pero su lobo, Zeque, no prestaba atención a la política. «Está cerca», su voz rugía en el pecho de Sebastián. «La siento. El alma de… la loba… ¡Dayleen!», exclamó con un jublo inexplicable. Parecía un cachorrito bailando en círculos en su interior de pura felicidad ante la idea de estar cerca de su alma gemela.