—Me gustaría contarte lo que hablé con tu hermana en Buenos Aires.
Eran las seis de la tarde del sábado, y previendo una velada larga junto al fuego, estábamos haciendo una buena provisión de leña. Volvíamos con sendas brazadas de leña cuando hizo el comentario. Lo enfrenté interrogante y él asintió, ofreciéndome la mano para sortear un tronco caído. Me costaba conciliar ese tono grave y desapasionado, esos gestos típicos de Raziel, con el hombre que caminaba a mi lado.
—Me refiero a Blas —agregó—. O si lo preferís, a Zorael.
Me detuve al escuchar ese nombre. Él esperó a que me recuperara de mi sorpresa lo indispensable para seguir caminando. Apartó unas cañas para dejarme pasar.
—¿Le dijiste a Julia quién eras? —pregunté incrédula.
—Conoci&e