Alana permanecía envuelta en las mantas, mientras el calor de la chimenea se había desvanecido poco después de la partida de Otto. Por más que intentó avivar las brasas moribundas, sus esfuerzos fueron en vano, y la temperatura en la cabaña comenzó a descender con rapidez. A medida que el frío se apoderaba del lugar, un sentimiento aún más helado se instalaba en su interior: el temor de ser olvidada. ¿Acaso la abandonarían? La idea golpeaba su mente con fuerza, recordándole cruelmente que nunca había sido la prioridad de nadie.
— Alana… Alana…
El sonido era tenue, casi imperceptible, pero suficiente para que la pelirroja se sentara de golpe en la cama, mientras sus ojos vagaron por la habitación a la vez que agudizaba el oído, fuera, el viento parecía susurrar su nombre, arrastrando consigo un extraño presagio.
— Alana. — El susurro se intensificó, provocando que su corazón diera un vuelco al tiempo que Edur irrumpía en la cabaña. Su entrada fue apresurada, casi desesperada, y sus ojo