Cuando el destino de toda una ciudad está en peligro, dos personas tan distintas como iguales deberán dejar de lado sus desemejanzas y volver aquello que los hace diferentes la combinación perfecta que los llevará a la victoria. Después de que una serie de asesinatos y actos vandálicos poco comunes tomen lugar en la gran ciudad de Londres, todas las organizaciones entrarán en estado de alerta ante el caos que amenaza por desatarse por doquier. Así que cuando la solución parece cada vez más lejana, dos organizaciones que rara vez concuerdan deberán forjar un acuerdo. La fe y la justicia, con principios diferentes, misiones diferentes y dos emisarios que parecen ser las caras opuestas de una misma moneda. Cuando Nathan Castle, un agente del Servicio Secreto de Inteligencia y Ekaterina Sforza, una asesina al servicio del Vaticano, se vean obligados a hacer equipo, la vida de ambos dará un vuelco y comenzarán a replantearse sus propios objetivos. Dos polos opuestos que colisionarían hasta fundirse en una pieza perfecta e invencible, pero en el proceso se destruirían a sí mismos y a todo lo que los rodeara. Dicen que del odio al amor solo hay un paso, pero de la pasión a la muerte solo hay un beso.
Leer másDicen que el destino es caprichoso, como un niño pequeño que hace fechorías por doquier. También es aquella carta que mantenemos oculta bajo la manga, la justificación perfecta, aquel ser inexistente al que culpamos la mayoría de las veces por nuestras desventuras. Creer en el destino no es cuestión de que tan soñador seas, que tan crédulo o por el contrario, incrédulo. Es cuestión de que un día, por cuestiones que jamás entenderemos, seas empujado a un camino que te hará vivir más emociones de las que jamás imaginaste, entonces seas un creyente o no, tú también pensarás: Fueron hazares del destino.
Era esa una mañana nublada, aunque la primavera se acercaba cada vez más, no parecía aquello tener mucho efecto en Londres. El aire frío y húmedo corría por cada calle, cada vecindario o callejón oscuro. Ese día parecía ser más agitado que cualquier otro mas no había diferencia a días anteriores, un sinfín de personas transitaban por las calles a pesar de ser tan temprano, sus quehaceres y trabajos los esperaban. —Son como hormigas —susurró para sí misma Ekaterina. No habían pasado muchas horas de su arribo a la ciudad. Después de que aquella particular misión le fuera encomendada dudó, pues las circunstancias y las condiciones no le parecían favorables, pero después de no tener muchas más opciones terminó por aceptar. Se encontraba ahora camino al encuentro de su compañero. Solamente pensar aquella palabra hizo su estómago contraerse en un arcada. Trabajar en equipo no era algo que la caracterizara. Para ella un compañero solo era una carga más, un estorbo del que tendría que estar al pendiente y ella no solía tomarse la molestia de preocuparse por nadie más que sí misma. No sería este ni de cerca el encargo más peligroso al que tendría que enfrentarse, con anterioridad había tenido misiones mucho más complicadas y sucias. Aunque jamás salió ilesa de alguna, por lo menos podía darse el lujo de regodearse en el hecho de salir con vida, porque estaba segura de que no muchos habrían corrido con el mismo destino. —¿Cuánto más falta? —preguntó a su acompañante, quien conducía el auto. —Solo un poco, pero el tráfico dificulta mucho las cosas —explicó el hombre mayor con tono de disculpa. —Podría haber llegado antes, pero insististe en traerme personalmente —lo miró de reojo esbozando una mueca de molestia. —Fui enviado para ser tu representante ante las autoridades —explicó con paciencia —. No voy a permanecer mucho más tiempo aquí, solo hasta que te deje en manos de tu compañero. —¿En manos de mi compañero? —Aquello sonó como la mayor ofensa que había escuchado jamás Ekaterina, como si golpearan su estómago o patearan su rostro —. Eso debió de ser una broma de mal gusto Giovanni. Creo haber dejado bien claro como trabajaría, no recibiré órdenes de nadie. Si tienen tú, el Vaticano o él, la tonta idea de que estaré obedeciendo ciegamente a un tipo que ni conozco y que de por sí ya odio, entonces se nota que aún no me conocen. —Oh vamos, Sforza —negó el hombre soltando un suspiro de agotamiento —, nadie ha dicho eso, se supone que será un trabajo conjunto así que lo único que esperamos de ti es que cooperes. —No prometo nada —desvió la mirada nuevamente al cristal. —A veces me pregunto si jamás has pensado en tener una vida normal, como cualquier otra persona —comentó el de bigote negro. —Si una vida normal significa eso —señaló en dirección a la gente que transita por la calle —, entonces prefiero seguir haciendo lo que hago. —¿No tienes miedo de morir? —No podría aunque quisiera —aseguró —. Cuando estás tan cerca de algo, deja de ser una posibilidad y se convierte en un destino inminente. Es parte de mi trabajo estar al borde de la muerte, entonces, estando tan cerca de mí ya no es algo que me moleste. Si temiera de ella cómo podría hacer bien mi trabajo. —Si dejas de temer entonces te convertirás en un ser arrogante que se cree invencible. —Nunca dije que no tuviera miedo —sonrió de lado —, pero mis temores son menos comunes que los demás, eso te lo puedo asegurar. Yo temo de lo inesperado, de lo que no puedo predecir o controlar, lo que se sale de mis manos. Pero la muerte —chasqueó la lengua —, ¿cómo voy a tener miedo de algo que sé que tarde o temprano pasará? No es nada sorpresivo, desde el momento en que nacemos, incluso desde antes, el reloj comienza a avanzar hacia el final. Ellos —miró a las personas —, gastan su tiempo sin detenerse un minuto a pensar en que cada segundo que pasa es uno que pierden, yo no sé vivir así, tampoco teniendo una estricta rutina. —¿Me dices que prefieres lo que haces? —cuestionó él. —Sí y jamás cambiaría eso —aseguró ganándose una rápida mirada de asombro. Giovanni en todos sus años de vida al servicio del Vaticano nunca pensó conocer a nadie como Ekaterina. No era una cuestión desconocida la existencia de personas como ella. Ekaterina y otros con las mismas labores eran uno de los muchos secretos que escondían las paredes de la Santa Sede. El mundo vivía incrédulo y tranquilo por la existencia de personas así, sin embrago si supieran de ellas cundiría el pánico por doquier. Eran ellos las armas de la organización, aquellas que mantenían ocultas bajo el tapete, prácticamente fantasmas al servicio de la iglesia. En no muchas pero casuales ocasiones se había topado con venatores, nombre que recibían aquellas personas. Todas tenían sus diferencias, como personas que eran, pero a la vez algo en común, que los distinguía de entre los demás. Era su expresión, sus ojos, por muy raro que aquello sonara. Al mirarlos vió expresiones duras y miradas vacías, como cascarones que habían perdido su alma y toda razón de vivir, eso interpretó. No había una motivación en ellos, se habían vuelto objetos sin voluntad al servicio de una causa que aunque no comprendían y aceptaban del todo, no se atrevían a negarse. Todo cambió para él cuando hacía unas semanas fue presentando ante Ekaterina Sforza. Era aquella joven todo lo contrario a lo que esperó ver. Un rostro hermoso bañado en una vitalidad y fuerza, unos ojos que destellan llenos de vida y pasión, demostrando disfrutar su vida cada día. Fue eso lo que más temió el hombre mayor, porque entendió que era ella, no los otros, la que verdaderamente debía preocuparle. Solo un ser carente de alma, conciencia y piedad, podía vivir de una manera en la que el peso de sus pecados no lo atormentara de por vida. No fue hasta que supo más de ella que confirmó sus sospechas. Ekaterina Sforza jamás fue una persona, nunca fue una niña, ni una mujer común, fue siempre un arma, se crió como tal y creció de ese modo. Sin padres, una huérfana dejada en las puertas del Vaticano, educada desde su niñez para tal labor, no conoció nunca nada más que eso y para ella se volvió su día a día. No es que fuera cruel por simple voluntad, era que simplemente no conocía otra manera de ser. Fue ese el motivo de que fuera la elegida para esta labor y no otro en su lugar, con más experiencia. Ekaterina tenía la apariencia de un ángel, pero tras esos ojos oscuros, tras esa sonrisa y aquel traje de monja, había un demonio. Lo peor era que ella jamás se puso la piel de oveja, era una loba con los colmillos al aire, porque para ella no habían máscaras, ni vergüenza o arrepentimiento, era tan sincera como cruda, eso era lo que más temor causaba.New York, USA7 meses despuésEsa tarde era cálida, aunque la noche ya comenzaba a bañar el cielo con su oscuro manto, un aire proveniente del sur aplacaba la frialdad de la noche.Miró hacia el cielo, contempló las estrellas en medio de su lento andar y nuevamente dejó ir una lágrima, una traicionera y rebelde.Detuvo su andar en medio de aquel cementerio, contempló la lápida de mármol esculpido que se alzaba sobre la tierra y se dejó caer sentado junto a ella. Depositó sobre la tierra las flores blancas que llevaba cada semana, retiró las que ya estaban marchitas y las lanzó lejos. Contempló la inscripción en la lápida y deslizó lentamente su dedo sobre las escrituras del nombre.—¿Por qué hiciste eso, Ekaterina? —susurró Nathan como si aquella allí dentro, pudiera escucharlo—. Me haces cargar con el peso de haber causado tu muerte, me engañaste.Los acontecimientos de meses atrás no dejaban de repetirse como un bucle infinito en la mente del espía. Los gritos ordenándole que dispar
Habían pasado varios minutos en silencio. Ekaterina había conseguido un cigarrillo; luego de ver a uno de los guardias del jardín fumando, había ido hasta él y obtenido uno. Se encontraba sentada en uno de los bancos de granito que había a la sombra de un árbol, en la parte delantera de la mansión. Su vista estaba perdida en el cielo, las nubes al pasar y el destello de la luz del sol. Era ese un día precioso, a pesar de ello le esperaban situaciones horribles. —Sforza —escuchó una voz a sus espaldas, una voz conocida. Se volteó con una amplia sonrisa para contemplar al anciano que venía caminando a prisas en su dirección. —¡Anciano! —exclamó sobresaltada por el regocijo—. ¿Te encuentras bien? —cuestionó, mirándolo de arriba abajo, buscando alguna mínima herida para desquitárselas con el mentiroso de Nathan, sin embargo, parecía estar en perfecto estado. —Deja de preocuparte por mí. —El hombre mayor tomó asiento junto a ella y notó la herida vendada en su pierna—. ¿Qué te ha pasado
El auto tomó la carretera principal, el trayecto era sumamente largo y Ekaterina comenzaba a perder demasiada sangre. —Tendremos que tomar un desvío —aseguró Nathan, mirando la pierna herida de la rubia—. Dirígete hacia la clínica del doctor Patric —ordenó al chofer, que asintió y tomó un desvío. Minutos más tarde estaban frente a una clínica privada. Nathan cargó en sus brazos a Ekaterina, que se encontraba al borde de la inconsciencia, e ingresó al lugar. Era plena madrugada, pero aquel doctor que servía a su organización estaba esperándolos con el equipamiento necesario para sanar a la asesina, luego de recibir órdenes de hacerlo. —Ha perdido mucha sangre —habló el médico mientras se ponía los guantes, contemplando la herida. —Opérela —ordenó Nathan—. Si le pasa algo, tomaré represalias —advirtió. —No es una operación difícil, la bala no tocó ninguna parte importante —explicó. Nathan tomó asiento junto a la camilla, permaneció junto a Ekaterina mientras el médico la op
New York, USA3 Años despuésEra invierno, en la gran ciudad de New York el frío llegaba a tornarse bastante insoportable. Una brisa helada corría entre los altos edificios y traía consigo un desagradable olor a muerte.—¿Estás segura de que es por aquí? —cuestionó Giovanni, siguiéndole el paso a la ahora pelirrubia. Le costaba trabajo alcanzarla, Ekaterina era muy rápida y a él la edad le estaba cobrando la factura.—Por supuesto —miró al alto edificio frente a ambos, estaba abandonado después de un incendio que había cobrado la vida de muchos de los habitantes—. A esa rata le gustan este tipo de sitios.—Si tú lo dices. —Giovanni desenfundó su arma y caminó para colocarse junto a la asesina.—¿Qué crees que haces?—Iré contigo.—¿Estás loco anciano? —elevó una ceja enmascarando una sonrisa—. Que sepas usar un arma no quiere decir que estés capacitado para entrar allí.—Soy tu compañero, Sforza —arrugó el rostro.—Eres mi amigo —colocó una mano en el hombro del anciano—, además de mi
Nathan pidió a su jefa una oportunidad de ocuparse él de aquella situación. Se le dio carta blanca, así que decidió no detener a Ekaterina mientras avanzaban las investigaciones, lo cual era la principal idea de la jefa.Cuando la policía logró aplacar a los periodistas y los forenses se habían llevado los cadáveres y los trozos de cuerpos en su mayoría inidentificables, la policía cercó el lugar y procedió poco a poco a irse marchando. Nathan aprovechó aquella oportunidad para llevarse a Ekaterina lejos de la escena, lejos de todos.—¿A dónde vamos? —cuestionó Ekaterina mientras bajaba la ventanilla del auto para encender el cuarto cigarrillo de la noche.—A un lugar privado.—Algo me dice que no es a tener un segundo round —le dio una calada al cigarrillo.—Hoy has fumado más de lo normal.—Una vez te dije que suelo fumar cuando me encuentro en situaciones desagradables, de estrés, de hastío.—Lo recuerdo como si hubiera sido ayer —confesó el que iba al volante—. Lo que no entiendo
Una caricia cómplice, un susurro tentador, unos besos lentos que la conducían a la locura. Ekaterina estaba sumida en un estado casi ajeno a este mundo. Nathan parecía no tener nada de prisa, disfrutando cada toque, cada lento roce, pero para la castaña era como una dulce tortura. No es que aquella fuera la vez más ardiente, la más salvaje, ni la más emocionante, era que aquella era la vez en que se encontraba en esa situación con alguien a quien estaba segura que amaba. Antes no sabía cuál era la diferencia entre estar enamorada o no, ahora lo entendía. La diferencia estaba en la manera en que te hacía sentir, era diferente, era mejor, como nunca antes pensó poder sentirse. Una emoción indescriptible que iba más allá del conocimiento humano.Las manos de Nathan vagaban por todo el cuerpo de la castaña, eran delicadas pero a la vez muy demandantes. La espalda de Ekaterina se encontraba presionada contra la pared del baño, mientras estaba sumida en un beso largo y demandante que había
Último capítulo