Siempre había pensado que en aquella familia todos estaban locos, la única que se salvaba era Carolina, mi cuñada, pero en aquel momento me quedaba claro que ella también estaba como un cencerro.
Nos pasamos semanas organizando la subasta, que, por supuesto se haría de forma anónima, por internet, y sólo el ganador tendría nombre y apellidos, según me había asegurado mi cuñada. Pero yo no lograba entender, quién, en su sano juicio querría casarse con Oliver Bloom.
La primera vez que salí con él, tan sólo caminamos por los alrededores, cerca del bosque que había en la parte trasera de la mansión, y yo mantenía agarrado entre mis manos, fuertemente, un libro, aterrada por quedarme en blanco delante de él.
El paseo fue mucho más agradable de lo que pensé, y cuando llegamos al final del acantilado, observamos maravillados la hermosura de la playa, a nuestros pies, mientras la brisa marina acariciaba nuestros rostros, echando hacia atrás nuestros cabellos.
Pero entonces, cuando ya había aceptado que aquel día sería uno de los días que atesoraría por toda la eternidad, cuando había decidido darle a Oliver Bloom el beneficio de la duda sobre el profundo odio que me profesaba, comenzó a llover.
Aquella estúpida lluvia de verano, que solía acontecer con asiduidad en aquella parte de Inglaterra y que tantos quebraderos de cabeza me suponía a diario, caía en aquel momento sobre nosotros, empapándolo todo a su paso.
Agarró mi mano, y tiró de mí hacia los árboles, dejando atrás aquel claro, dejando atrás el acantilado, mientras sentíamos la lluvia cubriéndonos casi por completo.
Corrimos durante largo rato, pero era imposible ver más allá de nuestros pasos, a causa de la intensidad de la lluvia, así pues, se detuvo, bajo un enorme abeto, soltó mi mano, y ambos luchamos por respirar, tras aquella enorme agitación.
Me reí, con una mezcla de diversión y nerviosismo, provocando que él lo hiciese también, y entonces, cuando nuestras miradas se cruzaron, ambos dejamos de hacerlo, y bajamos la vista hacia el suelo.
No podía creerlo, Oliver Bloom y yo habíamos compartido unas risas. Oliver, aquella persona que siempre me había parecido impenetrable estaba allí, junto a mí, totalmente avergonzado, y sin saber que decir al respecto.
Mi pecho subía y bajaba, incómodo, ahogado, con aquella contrariedad de tenerle a mi lado a flor de piel, sin saber que decir, como actuar, y entonces me percaté de que mi libro estaba empapado, al igual que yo.
Miró hacia mis labios, una décima de segundo, haciéndome estremecer. Repetí sus pasos, y pude notar como él también lucía intimidado, pues tragó saliva, sin dejar de mirarme.
Agudicé el oído, pendiente a cualquier sonido fuera de lo normal, mientras sentía aquella penetrante mirada sobre la mía, sin mover ni un músculo, a escasos centímetros de su rostro, dándome cuenta de algo, ya no llovía.
Me toqué el pecho, molesta, mientras caminaba a grandes zancadas, hacia el que en aquel momento era mi hogar, sin poder entender lo que acababa de pasar entre nosotros. Era imposible que Oliver Bloom y yo hubiésemos compartido esa conexión. ¡No! Él no era esa clase de hombres, era alguien inalcanzable para mí, ya me lo había demostrado durante toda mi vida, con sus continuas burlas y desplantes.
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Al llegar a casa él ya estaba allí, y yo no comprendía cómo podría haber logrado llegar antes que yo, pero no fue eso lo que me sorprendió, sino la forma tan cruel con la que trataba a mi hermano, como si hubiese sucedido algo entre ellos, cosa totalmente absurda, pues ellos solían tratarse siempre con bastante aprecio.
Mi hermano dejó de prestarle atención en ese justo instante, y giró un poco la cabeza, percatándose de mi llegada, haciendo que él también se diese cuenta de mi intrusión.
Pero yo sólo podía mirar hacia aquel idiota, aquel estúpido que lo único que quería era hacerme daño, alejarme de mi familia.
Miró hacia mí, dolido, tras aquella pregunta, y apretó los dientes y los puños, molesto, para luego darse la vuelta y entrar en la casa, sin tan siquiera contestar si quiera, perdiéndose de vista.