Mundo de ficçãoIniciar sessãoViena Myers
El taxi se detiene frente a mi edificio y pago sin mirar la cantidad exacta, apenas puedo ver las cifras a través de las lágrimas. Me bajo apretando los brazos contra mi cuerpo para no desmoronarme en plena acera. Siento la ropa pegada a mi piel sucia y marcada, y me odio por no tener fuerzas para arrancármela aquí mismo. Entro al lobby del edificio con la cabeza baja. Intento respirar sin sollozar, pero mis ojos siguen ardiendo. Levanto solo un poco la mirada cuando la portera me saluda con su amabilidad habitual. —Señorita Myers —dice con una sonrisa suave—. Su novio vino hace un rato, subió a esperarla. Me detengo de golpe. —¿Milo? —pregunto con un hilo de voz. Ella asiente, sin sospechar lo que acaba de provocarme. Mi corazón se acelera y siento una chispa irracional de esperanza prenderse en mi pecho. ¿Recapacitó? ¿Quiere hablar? Sabía que él me creería un poco, sabía que no podía perderlo. Lo que tenemos no es algo sin importancia. No pienso en lo que hago, solo corro hacia el ascensor y aprieto el botón repetidas veces, como si eso lo hiciera subir más rápido. Mis manos siguen temblando, pero el segundo de esperanza me da un impulso extraño y desesperado. Cuando llego al pasillo, camino rápido hacia mi puerta y abro sin cuidado, estoy tan ilusionada que me quedo a punto de decir su nombre en voz alta. Pero el apartamento está en silencio. Vacío. —¿Milo? —susurro, mirando por toda la sala y la cocina. No hay nadie. Camino hasta la habitación y empujo la puerta con un golpe débil, pero tampoco está ahí. La verdad me llega tan fuerte que pierdo el aire. Él estuvo aquí antes de ir al hotel. Fue en mi busca y ya no quiere verme más. El impacto de la realidad me golpea. me atraviesa, mis piernas fallan y termino apoyándome en la pared. Respiro con dificultad, porque se siente como si algo me apretara el cuello. Un nudo enorme, insoportable y desagradable empieza a formarse en mi garganta. —No… —susurro—. No, no, no. Camino tambaleándome hacia la sala, y cuando llego al medio, el llanto ya es incontenible. Me dejo caer al suelo, sin fuerza, sin dignidad y sin nada que me sostenga. Llorar no arregla nada, pero es lo único que puedo hacer. Me abrazo las rodillas, encojo el cuerpo y dejo que todo el dolor salga de golpe. La traición que él cree haber visto, el miedo, la confusión, la vergüenza, y sobre todo, la pérdida. Perderlo se siente como una herida abierta que no deja de escocer. Y saber que él me vio como nadie más en este mundo, y aun así decidió irse, me destruye más de lo que puedo soportar. —Milo —susurro, con la voz quebrada—. Yo no hice nada. Te lo juro… no hice nada. Pero en esta habitación nadie me escucha y él ya no está aquí para intentarlo siquiera. *** Ni sé cuánto ha pasado cuando me arrastro hasta el baño con la sensación de que mi propio cuerpo pesa el doble. Enciendo la luz y me veo en el espejo. Tengo el maquillaje corrido, el pelo hecho un desastre y marcas que no quiero reconocer. Aprieto los dientes con rabia. No sé qué pasó, no sé qué hice, no sé qué me hicieron. Y es la peor sensación de todas. Abro la ducha y el agua cae caliente crea una nube de vapor a mi alrededor. Me quito el vestido con rapidez y lo tiro al suelo, no quiero volver a verlo; me gustaría poder quemarlo y con ello, olvidar todo lo que pasó. Entro bajo el agua y dejo que me cubra completa, lo más caliente que puedo soportar. Froto mi piel con fuerza, hasta que se enrojece. Y sigo restregando mucho después, porque siento que no basta. Me lavo una y otra vez, pero la sensación de suciedad no se va; la confusión tampoco. Y el dolor… ese mucho menos. Milo no me escuchó. No me dio un segundo o una oportunidad. Dijo cosas hirientes, mentiras que mientras más la pienso, más daño me hacen. ¿De verdad cree eso de mí? Aprieto los ojos para no llorar de nuevo, no puedo sostener otra crisis. No ahora. Salgo de la ducha mucho tiempo después, envuelta en una toalla y respirando todavía con dificultad. Mi pecho sube y baja a un ritmo irregular y mis manos tiemblan cuando me peino el cabello húmedo. Me siento rota, cansada y furiosa conmigo misma por no entender qué sucedió. Pero en medio de todo el caos, una certeza se abre paso entre el dolor. No voy a quedarme callada, no voy a aceptar lo que pasó como si fuera culpa mía y, mucho menos, voy a permitir que mi padre me empuje de nuevo hacia Charles. Me visto con ropa cómoda, recojo mi cabello y salgo de mi apartamento. Tiemblo un poco al cerrar la puerta, pero me obligo a caminar, voy a enfrentar a mi padre aunque me tiemblen las piernas. Él no puede obligarme a nada, no después de lo que viví anoche ni después de cómo desperté. Se está quedando en el hotel de siempre, cuando viene a New York. Conduzco hasta allí intentando mantener la cordura para no complicar más mi existencia. Cuando llego, subo directo a la suite presidencial, con el corazón golpeando duro contra mis costillas. Mi padre me recibe con una sonrisa tranquila. Como siempre, se ve demasiado controlado, un gesto demasiado estudiada. —Viena, hija —dice, poniéndose de pie—. Me alegra verte. Pensé que no te vería más estos días. Me quedo frente a él, en silencio e intentando no quebrarme. Su mirada de estrecha cuando se da cuenta que algo no va bien. —¿Pasa algo? —Necesito saber qué pasó anoche —empiezo sin rodeos—. Desperté esta mañana en un hotel con Charles, y con Milo Prince, mi novio, esperándome en la puerta como si lo hubieran llamado a propósito para verme en una mala posición. Hablar de Milo me cuesta, me duele, mucho más porque hasta ahora no he aceptado ante mi padre que sí, en efecto, estábamos juntos. Por más que sabía que él estaba consciente de mi relación. Hay pocas cosas que se escapan al control de Albert Myers. Soy ingenua, pero no tanto. Mi padre me observa con una calma que me inquieta. Espero que al menos se vea preocupado, o molesto por mi confirmación sobre el tema de Milo, pero no, sigue mostrando esa expresión que usa en cada uno de sus casos. El abogado perfecto. —¿Y qué es lo que buscas saber exactamente? —pregunta, como si fuera la persona más razonable del mundo. Y como si yo fuera uno de sus clientes. —No quería estar allí —respondo con firmeza—. Sé que no fui con él por voluntad propia. —Eso es algo complejo de decir y asimilar, Viena ¿Estás segura de lo que dices? —pregunta, inclinando apenas la cabeza. ¿Esperaba una rabia incendiaria en contra de Charles? No. Sé cuáles son las prioridades de mi padre. ¿Esperaba que dudara de mi palabra? Quisiera poder decir que no. —Sí —afirmo, aunque la voz me tiembla—. Estoy segura. Su ceño se frunce un poco más. —Bien —dice, y vuelve a sentarse—. Entonces quizá deberías recordar si rechazaste con claridad los avances de Charles. A veces los hombres confunden ciertas actitudes, Viena. Tú eres una joven amable, puedes dar señales equivocadas sin darte cuenta. ¿Debería un padre decente y preocupado insinuar algo así con su única hija? Estoy segura que no. Quiero pensar que no es un golpe directo, que no está poniendo en duda mis palabras, pero duele. Por más que me digo que su falta de amor y empatía hacia mí no me afecta, es una burda mentira. Sí me afecta. —Yo no le di señales —respondo, cerrando mis manos en puños—. No recuerdo nada después de la cena. Solo que llegué a sentirme rara, como mareada. No suelo sentirme así. Mi padre chasquea la lengua con desaprobación. —Sabes perfectamente que el vino no te sienta bien —comenta, con condescendencia—. No debiste beber si conoces tus límites, sobre todo si estás en un ambiente social importante. Eso te pone en riesgo, hija. Siento que el estómago se me hace un nudo. De a poco, empieza a asomar la culpa que él quiere colocar en mí. Intento evitarlo, pero todavía no soy capaz de ignorar lo que se siente esta actitud suya. —Papá, no lo hice a propósito —murmuro, tratando de ser firme. —No dije que lo hiciste a propósito —dice con un suspiro paternal, incluso me sonríe como un gesto de alivio—. Solo creo que debes ser más cuidadosa. No puedes confiar en cualquiera, Viena. Especialmente en hombres que no siempre tienen las mejores intenciones. La ironía me golpea, pero él no da espacio a que responda. —En cuanto a Milo… —continúa—. ¿De verdad esperas que ese muchacho te crea a ciegas? No seas ingenua. Él pertenece a una familia importante, piensa de forma estratégica. Quizá simplemente buscaba una excusa para alejarse. No sería raro. Me quedo inmóvil. «Él no acaba de decirme eso». No acaba de decirle con su voz sonando protectora, o con una postura preocupada. No ahora. No con esto. Pero sí lo hizo. Y sus palabras son afiladas y manipuladoras. —No quiero casarme con Charles —digo con más fuerza de la que siento—. No después de esto. Mi padre me sostiene con una calma que, para mí y en estas circunstancias, debería considerar anunciada. —No te voy a exigir nada ahora —dice, como si me hiciera un favor—. Has pasado una noche difícil, no te presionaré con el matrimonio por el momento. Tendremos una tregua por ahora, solo debes asumir que, llegado el momento, tendrás que cumplir con tu responsabilidad. Tienes un lugar en esta familia, y un futuro que mantener. Responsabilidad. Cumplir. Tregua. Burlas disfrazadas bajo un tono suave que intenta sonar paternal. Cuando en Albert Myers no hay nada como eso. —Pero para que ese futuro sea más fácil para ti —añade— debes aprender a reconocer tus límites. A evitar situaciones que te perjudiquen. A no confiar en quien no corresponde. Trago en seco. —¿Entendido, Viena? Asiento, aunque por dentro siento una mezcla tóxica de rabia, vergüenza y una calma falsa que él quiere imponerme. Mi padre sonríe satisfecho, como si hubiera logrado precisamente lo que quería. Salgo de la suite sin despedirme y antes de que yo diga algo de lo que pueda arrepentirme. No quiero escucharlo más. Si me quedo un segundo más, voy a gritar, y sé que eso solo le daría más armas para tratarme como una niña incapaz de controlar sus emociones. Camino por el pasillo con pasos rápidos, pero cada paso me cuesta. Mi pecho se cierra, mi respiración se entrecorta y, cuando finalmente cruzo la puerta principal del edificio, siento que me quedo sin fuerza en las piernas. Me apoyo en la pared exterior y cierro los ojos. «Me siento peor que cuando llegué». Mi padre logró exactamente lo contrario de lo que quería. No me gritó, ni me acusó directamente o me señaló con el dedo, pero cada palabra que dijo se sintió como una gota venenosa, suave y calculada. Ahora me siento culpable por no recordar, por haber bebido, por existir en el lugar equivocado, con la persona equivocada y en el momento equivocado. Y, lo peor, insinuó que Milo quizá no me creyó porque nunca quiso creerme. Eso es lo que más me afecta, porque mi inseguridad me juega una mala pasada. A fin de cuentas, él no quiso ni escucharme. Ajusto mi bolso contra el pecho y camino hacia la calle. Avanzo unos metros y, cuando ya no puedo contenerlo más, las lágrimas empiezan a caer sin control. Lloro porque una parte de mí cree cada palabra que dijo mi padre. Lloro porque me siento sucia, confundida y atrapada en un vacío que no sé cómo llenar. Y lloro porque Milo… Milo debió ser mi refugio, y ahora es la razón principal por la que no puedo respirar bien. Aprieto los dientes para no sollozar en medio de la acera. Amo a Milo. Lo amo de una manera que jamás pensé que fuera posible. Él fue mi primer amor, mi primer todo, la primera persona que me hizo sentir libre en una vida que no me pertenecía. Y yo arruiné eso. La culpa me cae encima como una losa pesada. No sé qué pasó anoche, pero sé lo que parece. Sé lo que él vio. Y sé lo que creyó. Junto las manos e intento dejar de temblar. Mi padre quiere convencerme de que Milo es quien no me quiere, pero sé que no es así, sé que no lo siento así. Lo perdí porque fui la estúpida que no vio más allá de su ingenuidad. Me limpio las lágrimas con rabia, odio sentirme rota. Odio haber perdido el control y también, haber arruinado algo tan importante, tan real. —No debía haber pasado así —murmuro para mí misma—. No debí perderlo. Pero fue justo eso lo que pasó.






