El auto parecía ir demasiado lento para la furia que tenía en el pecho. Mis manos estaban tensas sobre el volante, los nudillos blancos, y la mandíbula apretada al punto de dolerme. Cada segundo que pasaba sin tenerla, sin saber si estaba bien, sin poder mirarla a los ojos… era una tortura.
Pero hoy…
Hoy uno de ellos iba a pagar.
Apreté más el acelerador cuando vi la entrada del depósito. Las puertas de acero estaban abiertas y los hombres de confianza de Ethan montaban guardia afuera. Cuando bajé del auto, todos se pusieron firmes. No dije ni una palabra. Mi mirada bastaba.
Entré al edificio.
El sonido de los golpes y los gritos rebotaba por las paredes de concreto. El olor a humedad, sangre y desesperación me golpeó apenas crucé la puerta interior.
—¡¿Dónde te la llevaste, hijo de perra?! —rugía uno de mis hombres, mientras le propinaba un puñetazo seco al tipo encadenado a una silla.
Era Mariano.
Despeinado, con la ropa hecha trizas y la cara tan hinchada que apenas si podía manten