No sé cuánto tiempo estuve allí, en el suelo, abrazando mis rodillas, con la sábana pegada a mi cuerpo y el rostro empapado en lágrimas. El sol ya se filtraba por las cortinas cuando escuché la puerta abrirse con cuidado.
Levanté la mirada, confundida, rota. Era una mujer. Una sirvienta, con un vestido gris claro y el cabello recogido. Sus ojos se posaron en mí por un segundo, y vi en su mirada un poco de compasión. Pero no dijo nada.
—Señorita Aslin… —dijo en voz baja—. Tiene que levantarse. Vamos, venga… le ayudaré a bañarse.
Quise negarme. Quise decirle que me dejara morir ahí, tirada. Pero no podía hablar. No tenía fuerzas. Así que solo dejé que me ayudara a ponerme de pie. Me sostuvo con cuidado, como si temiera que me rompiera entre sus brazos. Caminamos despacio hasta un baño de mármol blanco, donde una bañera ya estaba lista con agua tibia.
Me ayudó a quitarme la sábana, sin comentar nada de los moretones ni de las marcas en mi piel. Me ayudó a meterme al agua y luego comenzó